lunes, 30 de marzo de 2009

Naturaleza

André Comte-Sponville
Diccionario filosófico

La physis, en los griegos, como la natura en Lucrecio o Spinoza, es lo real mismo, considerado en su independencia, en su espontaneidad, y en su poder de autoproducción o de autodesarrollo. Se opone en esto al arte o a la técnica (del mismo modo que lo que se hace a sí msimo se opone a lo que es hecho por el hombre)... Puede decirse en un sentido general (la naturaleza es el conjunto de los seres naturales) o en un sentido particular (la naturaleza de un ser, que se llama a veces su esencia, es entonces lo que hay en él de natural: "su principio -como dice Aristóteles- de movimiento y de fijeza"). Se opone en ambos casos a lo sobrenatural y a lo cultural: la naturaleza es todo lo que existe, o que parece existir, independientemente de Dios o de los hombres.

domingo, 29 de marzo de 2009

¿Qué significa paisaje? (2)

En el origen del paisaje
Agustin Berque




¿Qué significa paisaje? (1)

Paisaje y representación
Graciela Silvestri

En las tres últimas décadas, el tema del paisaje alcanzó un auge inédito en la historia cultural, en parte porque remite a uno de los problemas más conspicuos en estos años, el de las conflictivas relaciones entre el hombre y la naturaleza. La palabra paisaje alude simultáneamente a un ambiente predominantemente natural y a las formas de ser interpretado, representado o transformado. Muchas de las cuestiones teóricas que el tema convoca se derivan de este “doble sentido” de la palabra, que lleva de paisajes mentales a paisajes materiales, de naturaleza a arte, desplazando sin clausurar totalmente uno de los términos. Esta ambigüedad que desde las perspectivas de la historia cultural constituye gran parte de su riqueza, deriva en muchos casos en confusión. Diversas disciplinas han configurado perspectivas específicas para determinar tanto el concepto como los instrumentos para su estudio: la geografía, la historia del arte, las ciencias naturales o la planificación; así, no siempre se está hablando de lo mismo cuando se dice paisaje en historia cultural.

¿De qué hablamos aquí, entonces, cuando decimos paisaje? Las coordenadas del problema ya habían sido expuestas por Simmel en 1913(1). Un paisaje no está dado sólo por el hecho de que una serie de cosas diversas estén colocadas juntas sobre la tierra y sean aisladas en un campo visual. Este fragmento debe servir como representante y símbolo de un todo – la Naturaleza, dice Simmel- que se niega conceptualmente a esta fragmentación. Así, el paisaje constituye una paradoja: una “visión cerrada en sí experimentada como unidad autosuficiente, entrelazada, sin embargo, con un extenderse infinitamente más lejano”. Esta promesa de reconciliación radicada en la apariencia del paisaje es la que ha llevado a diversos intentos de quebrar el espacio de representación para pasar al fenómeno que convoca la representación. En muchos casos, esta voluntad condujo a cancelar el problema de la apariencia, que remite inevitablemente a claves estéticas; éste fue el camino privilegiado, por ejemplo, por la geografía histórica –y ésta es la voluntad más genérica del ecologismo que tiñe muchos caminos actuales de la historia cultural-. En otros casos, fue la pura representación literaria o plástica la que se cerró a cualquier sugerencia externa: el paisaje considerado sólo como un género de la técnica. La novedad que plantean los estudios sobre el paisaje en el registro de la historia cultural radica, precisamente, en intentar una articulación entre diversidad de objetos, materiales y simbólicos, temporales y espaciales, naturales y artificiales, a los que la palabra alude.

En este punto, a la historia del paisaje le ocurre algo similar a otros temas enfocados por la historia cultural: como hace varios años planteó Chartier, no ha sido superada una división del trabajo histórico que opone esquemáticamente lo “real” a lo “mental”(2). Pero cuando Chartier escribía esto, en 1982, aún se desarrollaba el combate contra una historia de las mentalidades colonizada por instrumentos estadísticos, a favor del privilegio del análisis cualitativo y de la destitución, para decirlo en palabras de Warburg, de los “guardianes fronterizos” de los diversos enfoques disciplinares. A fines de los años noventa, la situación es muy distinta. Se ha generalizado una práctica histórica que trama diversas formaciones discursivas y no discursivas, al mismo tiempo que muchos relatos así construidos han pasado a ser patrimonio común, clisés académicos. En esta difusión, a pesar de sus indudables ventajes, se ha perdido lo que en los primeros trabajos constituía un problema: la articulación de perspectivas diversas sin diluirlas en un espacio histórico homogéneo.

Pero además, ciertas líneas que derivan de la cantera más recurrida en el mundo anglosajón, la de los estudios literarios, parecen plantear el problema inverso, aunque un resultado similar. En estos casos, como veremos, el tema del paisaje es convocado predominantemente en relación con una serie de preguntas específicas: la construcción del espacio nacional, las estrategias de dominación colonial, la sumisión de lo diferente (categoría en la que entran comunidades y paisajes) a través de determinadas representaciones canónicas y prácticas institucionalizadas. La homogeneización se opera en este caso a través de la reducción de los diversos objetos abordados a las lógicas de dominio identificadas primariamente en el texto escrito.

Am I / To see in the Lake District then, / Another bourgeois invention like the piano? (3)

La cita de Auden resume gran parte de los problemas de fondo que coloca el tema: “paisaje” no es sólo una invención; no sólo un producto de la perspectiva renacentista; ni sólo una excusa para dominar territorios y definir fronteras. El azul del cielo, el manantial fluyendo y la gratuita belleza de las flores parecen ser motivos lo suficientemente estables en la percepción humana para atravesar culturas disímiles, períodos larguísimos y grupos sociales opuestos. La estabilidad temporal no implica por cierto ahistoricidad: implica un problema particular que el paisaje pone a la historia.

El segundo problema, también emparentado con esta aparente estabilidad, radica en la promesa de armonía implícita en la figura del paisaje. La historia, como disciplina, ha recurrido muchas veces al tema en función de “recuperar” la unidad del proceso histórico que la división académica de competencias habría supuestamente perdido. Pero entonces se enfrento con la diversidad de técnicas que construyen ese bastión de consuelo humano, la diversidad de tiempos que en él dejaron huellas, la diversidad de objetos a los que alude. Se despliegan así mundos relativamente autónomos que será necesario conectar en aquellos aspectos pertinentes o poner en colisión para permitir la emergencia de figuras novedosas. Las formas de articular históricamente esta diversidad constituyen un problema tanto teórico como practico. En las páginas que siguen, me propongo analizar algunos de estos problemas tal como han sido enfrentados en un puñado de trabajos que resultan claves para comprender el actual estado de la cuestión.

Sin duda, la historia del paisaje tiene una deuda central con la tradición geohistórica francesa, especialmente con aquellos historiadores identificados dentro de la “escuela” de los Annales, que renovaron la disciplina a partir de “llevar las investigaciones a ras de suelo”(4) y quebrar las perspectivas que separan el estudio del espacio físico de la temporalidad humana. En estos trabajos, el tema relevante que el paisaje propone es el de la vinculación entre diferentes calidades de tiempo (las que convoca el espacio –en particular, pero no sólo, el ambiente natural- y las que convoca el acontecimiento). Los trabajos clásicos de Bloch, Duby o Braudel carecen de precisiones sofisticadas en el terreno epistemológico, pero fue la obra maestra de Braudel la que aportó una clasificación que enlaza hasta hoy tiempo y objeto histórico: la que nos dice que los acontecimientos operan en breves oscilaciones; que la historia social, económica (tendencias profundas, estructurales que luego se extendieron a los novedosos temas de la mentalité) se mueve en larga duración, y que la historia de las relaciones de los hombres con el medio opera en un tiempo geográfico, casi “inmóvil”. El mediterráneo se abre con el relato de esta lentitud(5).

Sobre esta concepción del tiempo y la historia ya se han realizado críticas que no es necesario repetir aquí. Me interesa en cambio indicar tres cuestiones que de ella se derivan. La primen es que la imagen de la lentitud en las transformaciones ambientales tal vez sea apropiada para describir cierto tipo de experiencias premodernas, pero es en absoluto insuficiente para la modernidad. La segunda es que esta descripción, que tantos frutos ha dado en historia social, no encuentra Lugar temporal para las obras de arte en sentido mas lato. No lo encuentra -y por ende tiende a expulsarlas- porque ellas pueden ubicarse indistintamente en cualquiera de los tres tiempos, o en los tres simultáneamente, o tal vez en ninguno: son tan múltiples como cualquier otra manifestación humana, pero su propia mitología moderna -que no puede menos que considerarse- ha tendido a separarlas(6).

Por otro lado, las obras de arte proponen otro tipo de cuestiones que la historia de los Annales (sobre todo en sus derivaciones típicas de los años sesenta) no estaba interesada en enfrentar. El paisaje, para historiadores como Braudel o Duby, mantiene su definición geográfica tradicional: es decir, constituye una totalidad localizada, con características morfológicas que pueden describirse científicamente. En otros términos, el signo ambiental puede leerse de muchas formas (como testimonio de las relaciones entre hombre y mundo, o como forma ambiental), pero no se problematiza en su valor de comunicación estética. La noción de paisaje se comprende sólo cuando se reconoce este aspecto, y no únicamente otra gama de percepciones, también históricamente conformadas, como los valores concernientes a la subsistencia, o la percepción de estructuras simbólicas de larga duración(7).

Pero además, como ya había sido indicado por Simmel, es la mirada estética la que aleja al hombre de una relación pacifica dentro de un ámbito determinado, para recordarle su radical separación. En muchos trabajos que responden a la nueva historia francesa, y El mediterráneo puede sin duda incluirse en esta crítica, el recurso de la historia inmóvil del medio ambiente refuerza la idea de totalidad: la historia inmóvil es la escena.

Tomemos un ejemplo que, siguiendo la inspiración de la escuela francesa, pero fuertemente anclado en las vertientes marxistas de la historia social, trabajó incomparablemente el tema: la Storia del paesaggio italiano de Emilio Sereni (1961). Resulta un ejemplo de especial interés para identificar los límites de este encuadre, ya que su objeto de estudio no puede menos que evocar a cada paso, como el mismo autor plantea en el prólogo, las representaciones artísticas:

(…) il gusto del contadino per il “bel paesaggio” agrario e nato di un sol getto con quello di un Benozzo Gozzoli per il “bel paesaggio” pittorico, e con quello del Bocaccio pero il “bel paesaggio” poético del Ninfale fiesolano. (8)

Sin embargo, a pesar de esta declaración de principios, las “obras de arte” son convocadas como ilustración de los procesos económicos mas generales.

Soy consciente de la impertinencia de la demanda ante un texto que sólo pretende complejizar –en discusión con sus colegas franceses- la construcción histórica del paisaje agrario, trabajando en un plano que no es propiamente el de la historia cultural ni, a pesar del título, el del paisaje en la forma aquí convocada. Pero resulta un ejemplo de interés porque intenta saldar la división tradicional entre la “realidad” que una historia económica, notarial o agronómica explicitaría, y las representaciones estéticas, trabajando en un sentido similar al de la historia cultural.

Per quanto a noi ci riguarda, ciò che particolarmente ha sollecitato il nostro interese per i problemi di storia del paesaggio, é stato proprio il fatto che, in questa disciplina, quella frammentaritá tende, almeno parzialmente, a ricomporsi .(9)

Sereni se refería explícitamente a la fragmentariedad de las especializaciones históricas, pero esta crítica conducía también a la fragmentariedad del mundo moderno. Y pocas imágenes como la del paisaje toscano convoca con tal fuerza la conciencia melancólica de la escisión. Si Sereni no logra hacer presente la densidad de la articulación entre el paisaje agrario y el paisajismo pictórico, las bellas letras o la arquitectura, a pesar de su exquisita sensibilidad (en parte por su obstinación a reducir todo a un proceso único), sí en cambio estos testimonios emergen para diferenciarlo netamente de “la descarnada probabilidad del dato estadístico” en que gran parte de la escuela francesa de los Annales había caído. En otras palabras, la cualidad de la forma paisaje era para él un problema.

La voluntad de reunir cultura y experiencia social, expresión artística y trabajo no cuantificado, que emerge a fines de la década del sesenta para construir lo que llamamos historia cultural, se encuentra también en historiadores que parecen abordar otros objetos, especialmente literarios, para pensar ciertas constantes del imaginario colectivo íntimamente vinculadas con el tema del paisaje: en particular, la sistemática oposición entre campo y ciudad. “tornas material la historia de la cultura” era, en efecto, uno de los propósitos de Raymond Williams en The country and the City, que puede considerarse un texto paradigmático entre los estudios culturales de los paisajes. La elección del tema parece moverse en el mismo clima de ideas que llevó a Sereni a confesar su voluntad de reconectar franjas distintas de experiencias y acciones sociales en función de restaurar la unidad del proceso histórico(10).

Pocos temas se prestan mejor que éste para sugerir la unidad, en la medida en que en la propia historia del paisaje estos distintos aspectos aparecen necesariamente conectados. No en el sentido del proceso que intentaba Sereni, sino en las formas precisas cuyo estudio Williams va a iniciar en el caso del paisaje inglés. Como para el “bel paesaggio” italiano, Williams se encuentra en un mundo saturado de convenciones estéticas de orígenes remotos e interpretaciones novedosas: la construcción del motivo nacional del “verde” inglés. Las correspondencias trazadas (pintura y escultura del paisaje, literatura y convenciones clásicas, crecimiento urbano y mitología ruralista) no son aleatorias ni vienen dadas por una imposición externa al material (no se trata, por cierto, de una summa de artes). Las identificaciones de motivos de larguísima duración y las emergencias novedosas son tratadas en activo y presente conflicto.

Otros trabajos contemporáneos al de Williams se han convertido también en clásicos en el análisis cultural del paisaje: recuerdo en particular el temprano libro de Leo Marx, The machine in the garden, que se instala, a partir de los mitos de la bucólica norteamericana, en el cruce entre literatura e imaginario colectivo(11). Aunque más restringido que el de Williams, inauguró preguntas aún hoy pertinentes sobre las contradicciones de una “sensibilidad nacional” que parece moverse entre dos polos antagónicos.

En ambos casos, el tema del paisaje no es elegido como un tema más que no ha sido explorado –un nicho en términos de mercado académico -, sino que se presenta con los perfiles de una tradición específica de importancia central para comprender una cultura determinan. Ambos autores se basan en trabajos anteriores que, sin proponerse los mismos objetivos, supone contribuciones ineludibles. No me refiero sólo a las monografías que conforman el suelo firme de estos trabajos que se mueve en un tiempo “largo”, sino también a las grandes síntesis que se constituyeron ellas mismas en parte de la tradición, como la obra de Lewis Mumford, especialmente los cuatro libros de la serie Renewal of life: Tchnics and Civilization (1934), The culture of the Cities (1938), The condition of man (1944) y The conduct of life (1951). Cuando se extiende en los Estados Unidos la modalidad de los estudios culturales, ya existía un camino probado por figuras de la talla de Mumford, quien, aunque con intenciones operativas y sin duda con otros referentes para la interpretación, articulaba problemas ecológicos, culturales, técnicos y artísticos reformulando la palabra cultura.

Por añadidura, debe recordarse que esta línea en la que se reunieron planificadores regionales, sociólogos, críticos de arquitectura y artes, se instalaba en lo que podríamos llamar el progresismo americano, cuya vocación marcó, y marca aún, los estudios culturales. También los casos de Williams y Sereni se conocen en las particulares inflexiones de la nueva izquierda de sus respectivos países, pero por cierto con mayor preponderancia del pensamiento marxista (que carecía de tradición densa en América). Esta distinción no me parece secundaria, ya que conduce a los textos norteamericanos a una ocupación casi exclusiva del terreno cultural-en el sentido amplio que le daba Mumford-, mientras que los intentos europeos eran algunos temas clásicos de la cosmovisión de la izquierda europea (diferenciación de sectores sociales, definición de las instancias tecnológicas en la perspectiva de las relaciones de producción, etc.) que en consecuencia atienden como problema y no naturalmente la segmentación de competencias disciplinarias en el ámbito del paisaje.

A diferencia de los trabajos de la escuela francesa, y en contraste también con los citados estudios de Sereni, tanto Williams como Leo Marx indagaban el problema de la sensibilidad paisajista desde la literatura. Ambos indicaban en la introducción la huella de las pautas básicas conformadas en la literatura clásica (Hesíodo, Teócito, y sobretodo Virgilio); ambos relataban sus variaciones y usos a partir de una lectura particular de ejemplos literarios canónicos de sus respectivos países; y es fundamental a través del material escrito que se estudia el problema de la persistencia de ciertos ideales, de su sentido cambiante aún compartiendo el pattern básico, de su articulación con otras franjas de la forma artística, las condiciones de propiedad de los campos, la revolución tecnológica o la emergencia de la gran ciudad.

El método es diáfano: los autores parten del conocimiento a fondo del material literario, al que interrogarán desde nuevas perspectivas; las respuestas y explicaciones no provienen del interior de este material, sino de su articulación con las esferas más cercanas (el arte culto) y más lejanas (la producción, el consumo, la tecnología). Las más lejanas carecen para ellos de especificidad formal; representan el fondo mundo de los procesos que explican las diferencias, “la vida”. Estamos en presencia de una de las formas que se convertirá en típica, y extremadamente vivificante por unos años, en los estudios culturales: la del experto en una disciplina, habitualmente la crítica literaria, que, conociendo a fondo géneros y técnicas, rechaza aislarla y utilizarla, como papel de tornasol, estudios de otros registros para “tornarla material”.

De esta modalidad se derivan algunas cuestiones que me interesa señalar un la primera radica en la elección de la literatura como piedra angular para estudiar el registro de la experiencia social de la naturaleza. Nadie duda de la importancia de la palabra escrita en la cultura occidental; y aún más pertinente se vuelve su uso desde el siglo XIX en adelante. Pero puede observarse una constante que a mi entender recta densidad a algunas conclusiones: la tendencia a no considerar las técnicas de transformación territorial con similar profundidad cultural que las producciones artísticas o literarias.

Para la comprensión del tema paisaje, sin embargo, técnica y producción distan de ser actividades lineales y aparecen desde muy temprano imbricadas con otras consideraciones. Doy ejemplos. En De re rustica de Varrón (37 DC), un discurso técnico-instruccional, la forma del paisaje agrario aparece condicionada definidamente por la venustas; las Geórgicas de Virgilio, que sirvieron de modelo al jardín italiano, constituyen también un tratado de agricultura; cuando Alberti, en su De re Aedificatoria, habla de la casa de campo, promueve la sensibilidad "libre" que caracterizará, como dato excluyente, al pintoresco inglés.

Hasta aquí, se trata de textos escritos. Pero sabemos que la forma de los parques de Le Notre se anclaba en aspectos técnicos y estéticos, prácticamente inescindibles; que ya en el setecientos esta forma era identificada en el mundo británico como el seco producto del absolutismo francés, cargará entonces de valores morales y políticos; que este movimiento se encuentran el corazón del mundo ilustrado, que otorgaba primacía al ambiente, permitiendo el tránsito a la sensibilidad, también "ambiental", de los románticos. El largo camino de sus esquemas formales que, materializados, se aprehendían en el recorrido por el jardín (en el caso italiano, cargado de valores iniciáticos) o en un golpe de vista (en el caso francés, que introduce las perspectivas "infinitas" que serán después probadas en la ciudad), es apenas considerado como un esquema simbólico (pero no práctico, educativo, y estético-específico) en la mayoría de los trabajos de historia cultural. Pero el lenguaje de las formas construidas posee una densidad cultural autónoma equivalente al de la literatura:

Williams y Marx conocían en cambio muy bien una tradición que corre paralela a los estudios culturales: la de la historia del arte. Aunque la historia del arte aparece anclado en la pintura, y desdeña las complicaciones que la arquitectura colocaría en sus categorías, constituye un cambio fundamental en el abordaje de las representaciones. En el camino que recorre desde Warburg hasta Gombrich, con sus tan distintas modalidades, se habían elaborado ya instrumentos para pensar la articulación entre las representaciones plásticas y otros universos significativos. La mayor parte de estas contribuciones se destaca en el análisis de un mundo que ha aparentemente concluido: el largo ciclo del clasicismo. Pero muchas cuestiones formuladas en función de este material resultan esenciales para comprender el tema que nos ocupa. Me interesa señalar los núcleos de articulación concretos entre registros diversos que estos estudios históricos despejaron, permitiendo escapar de los ambiguos postulados del espíritu de época en que fácilmente pueden caer los estudios culturales.

Tomemos un ejemplo que enfoca la articulación específica entre los discursos orales y escritos y las prácticas no discursivas: la cuestión de la retórica, puesta de relieve en la década del cincuenta desde la historia de las artes figurativas. El tratado de pintura de Alberti, así como su tratado de arquitectura, estaban armados estructuralmente en estrecha relación con él Orator de Cicerón. La puesta en relieve de esta constatación pero radicalmente la dirección de las investigaciones hacia los años cincuenta. En primer lugar, porque las actividades englobadas luego como bellas artes aparecían fuertemente tramadas como una técnica de la oralidad en los inicios de estas disciplinas. En el caso de la arquitectura en particular, resultaban en efecto artes hermanas con la retórica, ya que así como la palabra se completaba en el momento de su dimisión con el efecto sobre el público-y por lo tanto usos, costumbres y psicología resultaban aspectos centrales de los tratados-, la arquitectura trabajaba también indisolublemente ligada a estas consideraciones. El "proyecto" se identificaba así con el plan del discurso; la construcción con el momento de emisión en sus determinaciones concretas. La puesta en valor de esta relación desplazaba otras interpretaciones corrientes en la década del cincuenta, como la aún utilizada que otorga al primer humanismo valencias neoplatónicas y pitagóricas que habrían llevado, como pago espíritus de época, a la abstracción moderna en la interpretación y construcción del mundo. Por el contrario, la fundación de las disciplinas que hoy podemos agrupar genéricamente como transformadoras del hábitat humano (agricultura, ingeniería, arquitectura), con sus normas precisas, se inician en su autonomía en un mundo en el que la cualidad de las cosas y de los hombres distaba de sumergirse en abstracciones. El trabajo en esta dirección histórica ofrecía una conexión entre el ojo y la palabra que operaba dentro de cada disciplina (también la retórica convocaba a cada paso al ojo en la metáfora-literalmente "bajo los ojos"-) en lugar de conexiones no probadas entre lejanas provincias del conocimiento.

La identificación de un lenguaje diferenciado en el mundo natural se afina, también bajo los dictados de una trata artística guiada por la retórica, en la construcción de jardines. Es en el quinientos cuando se diversifican los motivos de la naturaleza con significados precisos. Más radicalmente quien arquitectura, que trabajaba con piedras inertes, más vívidamente quien pintura o poesía, el constructor de jardines hacía uso de los lugares comunes clásicos para ordenar el espacio, apoyándose en indicios arqueológicos y en invenciones actuales. La forma del los jardines combinaba meditadamente la asimetría y la topiaria con la "naturalidad" del bosque apenas arquitecturizado, en donde surgían fuentes con música pero también monstruos amorfos. En el jardín del quinientos se hayan in nuce las distintas maneras de operar de acuerdo con la idea rectora de mimesis la que produce las claves armónicas no visibles del mundo, pero también la que imita la forma desordenada de la apariencia natural. Aunque en el terreno artístico la idea de mimesis decayó en el siglo XIX junto con la retórica, los investigadores, indagando nuevamente los alcances del concepto, identificaron la persistencia de esta operación en las actitudes estéticas básicas.

Por último, los historiadores del arte plantearon otro camino que permitía reunir prácticas distintas bajo otro común denominador: el tema de la organización racional de la forma ciertamente, no era la primera vez en que se reconocía el afán de cuantificación del hombre occidental (tema tan caro a la crítica romántica). Pero en la indagación de las modalidades de construcción en las artes, esta vinculación no se presentaba ya como un ejemplo más de la voluntad comercial: se explicaba en su operación específica. Tomemos un ejemplo, que será fundamental en la literatura cultural de estas últimas décadas: el tema de la perspectiva. Panofsky ya lo había presentado en los años veinte, en su magistral estudio la perspectiva como forma simbólica, en un clima de recuperación vanguardista de otras formas de organización del plano del cuadro(12). La perspectiva, mimesis en el plano de la profundidad, había existido en la antigüedad y también en el bajo medioevo, pero sus parámetros habían sido distintos. Y entre el quinientos y el 1200, aproximadamente, el espacio representado en el plano, pero también el espacio real, pierde su sintaxis para exponerse como una suma escandida, paratáctica, de objetos: en este punto no habría, estrictamente, paisaje. Así la mirada paisajista, acordarán los estudiosos del tema, aparece como una estructura contingente que surge, mueve y resurge en el ciclo mismo de la civilización occidental, en íntima relación con la construcción perspectívica. El tema de la organización racional del espacio físico y del representado llevó rápidamente hacia elaboraciones que excedieron las fronteras de la pintura o el proyecto arquitectónico para abordar representaciones científicas, por ejemplo, las historias de las representaciones cartográficas. La rearticulación de los diversos usos de la representación visiva ha redundado en trabajos fundamentales en historia del arte, como el de Svetlana Alpers(13), y marcó definitivamente las nuevas orientaciones de la geografía.

De estos estudios, que no se reconocen en general dentro del mundo de los estudios culturales pero que han aportado decididamente a su conformación, no se ha percibido, sin embargo, su contribución más importante: la de señalar y describir una formación cultural amplia que da pie a la emergencia de proyectos y productos aparentemente muy diversos entre sí, que a su vez mantienen relaciones cambiantes en la historia. Se difundieron en cambio algunas de sus conclusiones más importantes, como la relación entre el mundo cuantificado y la racionalización del espacio en la perspectiva central, ambos inteligidos como instrumentos claves de la dominación burguesa: este cuadro así resumido prestaba fondo adecuado, "contexto", para ocuparse luego de una producción determinada a la manera tradicional, que "ilustraba" aquel contexto, en cualquier momento de los siglos sucesivos sin advertirlo, a través de la reducción a clisé de las contribuciones, se volvía a la vieja idea de espíritu de época.

Los ejemplos que he dado pertenecen deliberadamente al mundo del humanismo; en parte porque las principales innovaciones de la historia del arte en la herencia de Warburg trabajan en este período. Pero también porque me permite señalar otros problemas característicos de los estudios del paisaje relativos a la periodización. En cada registro de la historia, el investigador sitúa su objeto, provisoriamente, en el marco de períodos más abarcantes que supone un cierto universo común de prácticas y representaciones. En este sentido, se acostumbra situar la emergencia de la mirada paisajística en estrecha relación con él romanticismo en el arte del siglo XIX. Pero esto es sólo porque asumimos que: 1) todas las manifestaciones de la representación del mundo se desarrollan en forma simultánea; 2) que entonces cualquier manifestación artística que abordemos responderá a las mismas solicitaciones y será por lo tanto representativa de la mentalidad; 3) que resulta indistinto, en última instancia, el lugar del mundo que enfoquemos.

En el tema del paisaje, tales convicciones profundas salen a la luz aun cuando se manifieste la creencia contraria. Así, si las fuentes secundarias que nos apoyan en el camino provienen del mundo francés, hallaremos que la herencia cartesiana en la reproducción resulta central; que el siglo XIX parece continuar sin grandes escollos, potenciando las, las prácticas utilitarias y mecánicas de la ingeniería y la jardinería del siglo XVIII; que la sensibilidad paisajística aparece hermanando a Rousseau con los arquitectos revolucionarios, pero que es en el realismo de la gran creación decimonónica, la novela, en donde se despliega con mayor densidad esta perspectiva. Gusdorf señaló diferencias sustanciales si en cambio trabajamos con testimonios alemanes: la emergencia de una visión de la naturaleza, para plantearlo en términos de Goethe, morfológica y no analítica o cuantitativa; la voluntad de reunir fenómeno y teoría, forma y tiempo, sin "disecar" la vida; el impacto que esta visión, tan diferente al espirit de clarté francés, tuvo en la formación temprana de las disciplinas biológicas. Si la perspectiva es la inglesa, los historiadores retroceden para explicar el nacimiento de esta sensibilidad a los siglos XVII y XVIII: el núcleo de las explicaciones rodear los problemas de la gran ciudad, en relación con el persistente mito de la vida rural, que estaba siendo drásticamente transformada. Por fuera de estos datos estructurales, también queda en evidencia en el estudio minucioso del mundo inglés el papel determinante de una serie de transformaciones menos categóricas: el paso desde la preceptiva al "gusto Sierra comillas, la temprana búsqueda en un mundo culturalmente periférico de caracteres nacionales a través de la percepción y transformación del territorio, el papel de los viajes iniciáticos, de las colecciones, de la pintura topográfica, la interpretación libre de la lectura de las normas heredadas del continente, etc. pero, ¿acaso los ingleses no poseían como maestros inmediatos a los holandeses, tanto en la forma de cultivar rosas, en lo que propiamente podemos llamar a uno y género paisajístico (landskip)? El seiscientos holandés no es un periodo de formación para estos temas, sino su expresión ya consolidada. Fragmentos de paisajes que parecen continuarse por fuera de la lisa superficie del cuadro, el aplanamiento de la profundidad debido al medio utilizado (la cámara oscura, por lo tanto del encuadre fotográfico), la incorporación de "accidentes" y él consecuente descarte de la composición cerrada, los usos "publicitarios" de la pintura(14).

En esta trama en la que resulta difícil aislar ya en una ciudad o en un país la contribución determinante, se prepara el salto aparentemente inmenso de una forma de trabajar sobre el territorio gobernada por la perspectiva-por la geometría y por la arquitectura, garantías del orden íntimo del mundo-a otra en que gobierna la mimesis de la pura y desordenada apariencia; en que la forma distinta se disuelve, en que la mano del hombre se encubre. Queda claro que si hubiéramos tomado como momentos de ruptura para señalar la irrupción de la mentalidad contemporánea los indicados tradicionalmente por los historiadores de las ideas (Descartes en el siglo XVII) o por la historia política (el siglo XVIII) o por la historia literaria (el romanticismo decimonónico), y desde allí hubiéramos tratado de deducir la historia de la mirada paisajística, buena parte de las innovaciones se nos hubieran pasado por alto, identificando las en periodos tardíos. El horizonte en que debe inscribirse el estudio del paisaje como figura cultural es necesariamente más amplio, por la inercia de algunos productos o proyectos que resultan sustanciales para su comprensión.

Revisemos teniendo en cuenta este horizonte las líneas de trabajo difundidas en los últimos años. Podría decirse que en los Estados Unidos el centro difusor en lo que respecta a Latinoamérica de la temática paisajística, la producción más extendida adquirido hoy la forma ensayo. El ensayo permite, por cierto, grandes síntesis provocadoras que textos más minuciosos no permitirían; la misma amplitud de temas, períodos, problemas que se entrelazan en el paisaje alienta este acercamiento. El género, además, parece mimar en su forma la descomposición de la unidad en la vida moderna mientras mantiene la voluntad (también moderna) de reunificación. Pero este género da lugar a una inflexión característica del mercado editorial actual: lo que más que ensayo debiera llamarse formato periodístico. Un ejemplo glamoroso lo constituye Landscape and memory, de Simon Schama: libro sin duda informado, pero suma de lugares comunes de la tradición paisajística, ninguno de los cuales innova en hipótesis o material de investigación(15). Resulta interesante comparar este ensayo con otro ejemplo, también muy difundido, pero que a mi juicio representa su exacto contrario: el Danubio de Claudio Magris(16). Se trata aquí también de un "viaje sentimental", que interroga identidades en los signos del paisaje, renueva metáforas del tiempo, entrecruza, biografías y acontecimientos con ciudades, himnos y flores. Lo que distingue a El Danubio del libro de Schama es la unidad clara de la pregunta (Europa), la elección de un lugar para buscar respuestas-Mineleuropa, melancólicamente evocada y elegida en contraste con la contundencia de otras Europas (Alemania y Francia), en virtud de la diversidad-, y, en consecuencia, la persecución del débil sonido que una ausencia deja. En contraste, en el libro de Schama la memoria es una colección seductora, pero parecida a un museo actual con su variedad de souvenirs. Páginas satinadas de hermosas fotografías se suceden al compás de palabras míticas.

Ambos trabajos no pueden inscribirse como por distintas razones, en la producción académica, pero estos libros indican climas culturales diversos sobre los que se recortan las investigaciones específicas. Señalándonos caminos divergentes: el que aborda las diferencias (de registro, de disciplina, de forma escrita) como un problema, y el que las ignora patinando sobre la brillante superficie del papel. "Viajar", como Schama, por el mundo globalizado, recordando cada paso en datos disponibles, a partir de un yo construido para naturalizar los datos, reproduce en todo caso el aluvión informativo indiscriminado de la actual sociedad occidental. El ensayo de Schama, que habla de la circulación cultural de motivos relacionados con el paisaje en este fin de siglo (el viaje, la naturaleza, la memoria, etc.), otorga el fondo adecuado para comprender los escritos académicos norteamericanos en su vertiente hegemónica. Me refiero a la impostación teórica de aquella literatura radical que resultó tan vivificante a principios de los setenta. Veremos por qué relaciono producciones aparentemente tan disímiles.

El tema del paisaje, en este marco, ha sido enfocado con mayor frecuencia dentro de la inflexión de los llamados estudios poscoloniales, que se convirtieron en áreas de condensación que subsumieron objetos diversos. Definido ya de antemano la historia más clásica el carácter de construcción de la mirada paisajística como el tema parecía ideal para pensar la variedad de representaciones occidentales sobre aquellos nuevos espacios "descubiertos" o sobre otros territorios siempre presentes en la cultura europea, pero aún así extraños. En la expansión colonial y luego imperialista como el hombre europeo se enfrentó con mundos radicalmente diferentes-especialmente en el caso de América-y tuvo que acomodar esta experiencia a códigos ya consagrados mientras estos también eran corroídos por ellas. La desmesura de todo un continente nuevo, desigualmente habitado, coloca a la naturaleza en primer plano: la clave con que América se identificara pasa por sus paisajes, que incluyen animales y hombres. (De más está decir que esta clave permanece aún en nuestros días en una característica "inversión positiva" ecológica.) Una amplísima gama de representaciones (geográficas, antropológicas, pictóricas, decorativas, ficcionales) testimonia el esfuerzo por el conocimiento y el dominio, en sentido amplio, de esta realidad. Tal cantera histórica fue aprovechada en las disciplinas más variadas; en particular, ciertas áreas de estudios lingüísticos se apoyaron en la investigación de estas inéditas experiencias para pensar cómo se puede decir lo distinto e inesperado.

Veinte años después, las promesas del nuevo enfoque parecen haberse agotado. A mi entender, esto se debe a una doble reducción que se operó en los estudios culturales y que afecta directamente al tema del paisaje. La primera radica en que los estudios se desplazaron de una fuerte inflexión histórica al privilegio de preguntas y métodos acuñados en sede filosófica; la segunda radica en la subsunción de las diversas lógicas de la representación en los mecanismos del texto escrito, en particular literario.

Cuando el paisaje comienza a interesar en las perspectivas de estudios "poscoloniales", los temas básicos que después se despliegan ya habían sido puestos de relieve en las historias particulares. La historia cultural también había trabajado en la articulación de esferas diversas, y las fuentes literarias habían servido como pilar central, pero en un movimiento de apertura hacia otras disciplinas y técnicas. Por otro lado, textos de importancia clave para comprender la relación entre el hombre y la naturaleza, o las representaciones y las cosas existentes, ya habían conmovido por caminos oblicuos la cultura histórica en el momento en que la academia norteamericana los "descubre".

Si estudiamos más atentamente el aparato crítico habitual en los estudios poscoloniales, emergen una serie de referentes no siempre fácilmente articulables entre sí: Gramsci y Benjamin, Fanon y Foucault, etc. Con mayor atención, vemos que estos nombres comparecen no para ofrecer líneas activas de investigación sino citas que parecen apoyar desde su autoridad "de izquierda" no tradicional el sentido del texto. Un primer acercamiento con las modalidades periodísticas que identificado a través del ejemplo de Schama.

Antes de pensar el impacto en los Estados Unidos de estos nombres ilustres, conviene recordar que su recepción es allí tardía (tardía en relación no sólo con la sede privilegiada, Europa, sino, por ejemplo, con la Argentina). Por caminos oblicuos, muchas contribuciones como la de Foucault habían causado un impacto notable en los estudios de las transformaciones territoriales, dentro de las cuales el tema del paisaje puede considerarse. En Francia, por ejemplo, se identificó la manera en que los procedimientos de la ingeniería local formalizaban el territorio de manera independiente a los cambios industriales, llevando a discutir la historia canónica, que concentraba el cambio radical en la "revolución industrial" inglesa, es decir, en la revolución en los medios de producción materiales. Medios de representación del mundo derivados en prácticas concretas y en instituciones durables se convirtieron así en máquinas tan importantes como el reloj o la tejedora. Materias como la higiene-y por lo tanto el papel del mundo orgánico en la reformulación territorial-o la medicina-en su papel de diseñadora activa de formas construidas-adquirieron un estatus propio. El paisaje en estos términos (ya no sólo representación pictórica o mundo natural) se reveló como una síntesis particular de prácticas diversas.

La otra contribución relevante aparece en relación directa con las nuevas y más sofisticadas lecturas de Heidegger de posguerra (Construir Habitar Pensar; La pregunta por la técnica; La época de la representación del mundo) apuntaban parcialmente hacia el ámbito más general en el que el tema del paisaje puede inscribirse como es decir, las relaciones entre el hombre y el mundo físico en que vive. Heidegger se había preguntado por el habitar, en la línea clara que reúne al Goethe revisitado de principios del XX con Spengler: la recuperación de la unidad entre forma y vida. Los textos ambiguos de Heidegger fueron leídos desde las más diversas perspectivas, muchas de las cuales se articularán con nuevas propuestas urbanas o con la sensibilidad ecologista ya en alza en la segunda posguerra; pero la que me interesa señalar aquí se separa de estas visiones para reinstalarse, a través del llamado posestructuralismo francés, en una trama ecléctica que podía cruzar esta vertiente con la adorniana (vía nueva izquierda alemana) o con nuevas lecturas de la herencia de entreguerras (Benjamin, Kraus, Bloch, etc.). El impacto para los temas de historia de la arquitectura y del territorio fue especialmente productivo en Italia en la década del setenta(17).

Heidegger entre los Estados Unidos de la mano de Derrida, en sede literaria. La estela de Heidegger-Derrida hace hincapié en la palabra como momento central de la representación, garantía de la Identidad. Ya en Europa el camino de la deconstrucción-o el clima en que este camino adquiere relevancia, que incluye la reemergencia de la crítica negativa-había producido una fuerte desconfianza sobre las vastas construcciones históricas que enlazaban las construcciones materiales del mundo (las historias canónicas del "Movimiento moderno" en las ciencias del hábitat, o la propia representación del saber geográfico). Pero los aportes de mayor interés se movían en un terreno muy libre con respecto a las sugerencias de la filosofía, de manera que pueden hallarse trabajos como el de Dennis Cosgrove en geografía, que desarma las pretensiones de las ciencias sin recurrir en absoluto a instrumentos posestructuralistas, o de Farinelli en Italia, que combina libremente, en el tema del paisaje, los temas puestos en circulación por otras tendencias-como el tan difundido del espacio público-. En todos los casos, el problema planteado por estos autores era histórico, y no filosófico.

Un ejemplo claro de las diferentes maneras de abordar lo que la filosofía tenía por decir puede hallarse en la pretensión de reducir, siguiendo vagamente a Derrida, todo discurso escrito a género literario. Pero si en el caso de Derrida el trabajo oblicuo sobre la escritura pretende llevar adelante una crítica a la metafísica (y un desenmascaramiento del logocentrismo occidental), en el caso de las historias culturales esto puede ser en todo caso un horizonte vago, pero dista de resolver problemas históricos concretos: por el contrario, la particularidad comienza a tener sabor de mero accidente. Así como no sólo los discursos escritos son desarmados homologándolos, sin importar que se trate de un discurso lógico, científico, político o literario. Las pretensiones ingenuas de racionalidad absoluta de cualquier género ya estaban lo suficientemente puestas en duda cuando la academia norteamericana recibe estas sugerencias y se prepara para casarlas con la crítica al dominio imperialista, o, más en general, al dominio de occidente a través de la razón y la cuantificación. Pero la historia no se trata de grandes enunciados previos: cruzar los textos descriptivos de viajeros con los tratados de ciencias naturales y las estrategias militares puede ser altamente productivo siempre y cuando no se los homogeneice a través de presupuestos que sin duda se van a probar, ya que son tan generales como el mismo concepto de dominación. En este punto, nada los separa de la modalidad de ensayo periodístico, sólo la cita a nombres prestigiosos en lugar del apoyo en una narración naturalista.

En los temas relacionados con el paisaje (la arquitectura, la cartografía, los viajes, la antropología, las ciencias naturales) el resultado de la aplicación indiscriminada de los instrumentos lingüístico-filosóficos en la escolástica desiertos centros norteamericanos ha sido devastador. No ha proporcionado ningún resultado que avanzara sobre lo que, sin pretensiones de profundidad filosófica, pero con gran rigor teórico específico, la primera generación de estudios culturales aportó, y las más tradicionales historias disciplinares europeas (historia del arte, de la arquitectura, de las disciplinas técnicas) habían reconocido varias décadas atrás. Algunos ejemplos: la identificación de la marca retórica en las disciplinas artísticas; la necesidad sugerida en los textos de Heidegger de retomar el mundo clásico que parecía absolutamente abandonado para comprender la persistencia de ciertos motivos, de ciertas actitudes; la atención a las prácticas mudas cuya razón parece sólo basarse en la eficiencia, como la ingeniería.

El logro principal no fue en términos historiográficos, sino en términos académicos: la posibilidad de la crítica literaria de resituarse en este campo, avanzando libremente sobre otros campos del saber, en virtud de la preeminencia de la palabra escrita y la no diferenciación de géneros. Así, las formaciones no discursivas se sometieron también a las mismas lógicas que se desmontaban en el texto escrito. La cartografía se confundió con la ingeniería y ésta con la arquitectura; el dominio sobre la naturaleza se homologó con la aniquilación indígena; y lo que no era palabra escrita, sometida a la violencia de este arsenal crítico, se disolvió en una serie de postulados banales que por cierto no recogían ninguna ambigüedad. En este registro, el paisaje pasó a ser sencillamente un invento burgués como el piano.

En la Argentina nos encontramos en una situación particular que permite pensar desde el observatorio distinto la última inflexión de los estudios culturales. En principio, quienes trabajamos en este registro con temas como el paisaje, la ciudad, y las historias locales de ciertas disciplinas científicas o técnicas vinculadas con los temas de transformación territorial-temas que emergen aquí desde principios de los ochenta-no nos movemos en un campo consolidado, con múltiples contribuciones, sino en un espacio débil armado por una constelación de trabajos individuales. En la Argentina, el centro de la historia continuó siendo, a pesar de los cambios de los años sesenta, la historia política, que se vio reforzada por solicitaciones del presente desde el ocaso de la dictadura militar. Y, sin duda, la literatura constituyo siempre una referencia ineludible en este país eminentemente letrado. Así, uno se halla ubicado en una especie de doble polémica: la que enfrenta a los historiadores culturales de estos temas con los coronó grafos o con los panegiristas que detentan el poder en las historias "menores" (ya se trate de medicina, de antropología o de arquitectura), y la que los enfrenta a las "novedosas" posiciones deudoras de la crítica literaria conformada en sede norteamericana. Finalmente, los interlocutores resultan ser, además del puñado de interesados en esta especificidad, sólo aquellos que se han formado en la historia política siempre activa un los estudios de historia de la literatura con tradición propia (debe recordarse que Williams, apenas reconocido entonces en los Estados Unidos, revolucionó desde la década del setenta los modos locales de pensar la articulación entre literatura y sociedad). En este campo pobre, pero cuya ubicación periférica le ha permitido una libre selección, la irrupción de textos que parecen haber descubierto anteayer la relación entre literatura, paisaje y razón occidental sugieren lo contrario de lo que los presupuestos ideológicos de la crítica radical norteamericana pretende denunciar, esto es, la dominación. Resulta más bien la vuelta de tuerca sofisticada de una triple dominación: la dominación de la escritura sobre las cosas (en una textualización que reduce todo lo distinto de sí, colonizándolo), la dominación de la academia (que absorbió el punto de vista radical para convertirla en mercancía de papers) y, en fin, la dominación que supuestamente está en el fondo del juicio, el imperialismo ya sin fronteras de la última potencia global.

La voz del paisaje difícilmente se escuche si la diferencia se licua de tal modo en clisés ideológicos, pretendiendo salvarla. Borrando por completo el límite que supone tratar con algo que no es pura construcción humana, y mucho menos pura construcción discursiva, el tema pierde su interés particular, ya que éste radica en la trama histórica que ensambla diversas formas no siempre acordes, que reúne cosas y palabras en una representación del habitar. Puede servirnos como metáfora explicativa la misma representación del paisaje clásico, que trabaja dentro de sus límites técnicos de representación, a través del vehículo de la mimesis naturalista, pero cuya secreta seducción radica en que señalan más allá. Así lo expresaba Rilke:

Nadie todavía ha pintado paisaje que sea tan completamente paisaje y por lo tanto confesión y mirada personal como esta profundidad que se abre detrás de Mona Lisa. Como si todo lo que es humano estuviera contenido en su imagen infinitamente silenciosa, como si todo el resto, todo lo que está por delante del hombre y que lo sobrepasa, estuviera contenido en estas relaciones misteriosas de montañas, de árboles, de puentes, de cielo y de agua. Este paisaje no es la imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles, es naturaleza por venir, un mundo en gestación, tan ajeno al hombre como un bosque desconocido sobre una isla desierta.

En un reportaje reciente, el cineasta Aleksandr Sokurov recuerda cómo constató la escena real que representaban los cuadros de Kaspar Friederich no había cambiado después de doscientos años:

Era bastante desesperante, la naturaleza es indiferente al hombre. Somos siempre solitarios en nuestra relación con la naturaleza. Es una relación sin el otro, un amor en sentido único. Es el origen mismo del sentimiento trágico.

Por cierto, el tema del paisaje puede ser abordado, como cualquier otro, haciendo pie en una sola de sus múltiples sugerencias. Lo que es imposible cancelar es el horizonte complejo sobre el cual cada una de ellas se recorta y halla en gran medida su sentido. La Gioconda es un retrato y por ello la figura se recorta en primer plano; pero sabemos que en su fondo está también la clave de su ambigua seducción. En el tema del paisaje, la permanente alusión a algo existente que no se disuelve en la representación es un dato constitutivo del concepto; enfrentarse con esto es tan importante como para la Gioconda su inquietante fondo.

1 G. Simmel, “Filosofía del paisaje” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península. 1986.

2 R. Chartier, “Historia intelectual e historia de las mentalidades. Trayectorias y preguntas”, en El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa. 1922.

3 W.H. Auden, “Mountains” líneas 23 – 25 Bucolics. La cita no es un hallazgo personal. Encabeza el excelente libro de Chris Fitter, Poetry, space, landscape. Toward a new theory (Cambridge University, 1995), resumiendo la pregunta que hila las preocupaciones del texto.

4 La metáfora fue utilizada por G. Duby en L’Economie rurale et la vie des campagnes dans l’Occident ,edieval, París, Montaigne, 1962.

5 F. Braudel, El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, FCE, 1953.

6 Aún considero adecuada, en función de estas criticas, la versión de Hannah Arendt sobre los objetos útiles, productos del trabajo y no de la labor destinada al consumo, que teifican el pensamiento humano y conjuran el paso del tiempo. Arendt trabajó fundamentalmente sobre el mundo griego para proponer estas conclusiones; sin embargo, la modernidad ha retomado una y otra vez el ancla del arte, perdida su confianza en la religión, para estabilizar el tiempo cíclico del mundo. Con este aura difícilmente pueda subsumirse los trabajos artísticos en un mero proceso.

7 Cf. Fitter, op. Cit.

8 E. Sereni. Storia del paesaggio agrario italiano. Bari, Laterza, 1993, p. 25.

9 Ibid. P. 25

10 R. Williams, The country and the city, Londres, Palladin, 1973.

11 Leo Marx, The machine in the garden (1964), trad. Castellana La máquina en el jardín. Tecnología y vida campestre, México, Editores reunidos, 1974

12 E. Panoksky, La perspectiva como forma simbólica (1972), Barcelona, 1968.

13 S. Alpers, Arte del descrivere, Scienza e pittura nel Seicento olandese, Turín, Boringhieri, 1984.

14 Vasari afirmaba en 1548: "no hay casa de un zapatero remendón (italiano) sin un paisaje alemán". A mediados del XVI, entonces, la pintura ya operaba como publicidad, y no sólo en el mundo burgués dutch.

15 S. Schama, Landscape and memory, Londres, HarperCollins Publishers, 1995.

16 C. Magris, Danubio, Milán, Garzanti, 1986, trad. Castellana: el Danubio, Barcelona, Anagrama, 1988.

17 Me refiero a la escuela de Venecia, entre cuyos nombres más destacados se encuentran Tafuri, Cacciari, Teyssot o Rella. Todos ellos, desde enfoques distintos (historia de la arquitectura, estética o literatura) se manifestaron a la vez abiertos a la ecléctica amplitud de las nuevas manifestaciones "de izquierda" como reacios a aceptar linealmente sus conclusiones. El aporte para la cultura del habitar en general es sin duda el más destacado en la segunda mitad de este.

Noción asilvestrada

¿Qué significa paisaje?

Nociones amplias y nociones estrictas

Cosmos. Alejandro de Humboldt
Paisaje. Charles Baudelaire
Filosofía del paisaje. Georg Simmel
Sobre el paisaje. Rainer Maria Rilke
Worpswede. Rainer Maria Rilke
En el origen del paisaje. Agustin Berque
Paisaje y representación. Graciela Silvestri
Experiencia estética de la naturaleza y la construcción del paisaje. Simón Marchan Fiz
Posfacio. El paisaje y su sombra. Gerad Vilar
Paisaje. Bernard Lassus
Entrevista. James Corner
Paisaje. Diccionario de Geografía Urbana, Urbanismo y Ordenación del Territorio. Grupo Aduar

Las nociones amplias son nociones de tipo filosófico; elaboraciones de la experiencia, la sensibilidad y la comunicación. Marcan la trayectoria de la experiencia a la simbolización. Aportan contexto, y sentido crítico a las reflexiones y prácticas contemporáneas al rededor del paisaje.

Las nociones estrictas son elaboraciones disciplinares especificas; se refieren objetivamente a fenómenos, lenguajes, formas y signos, producto de prácticas económicas, culturales, artísticas y científicas.

Trabajo útil vs Trabajo inútil

William Morris (1885)

El título que figura arriba puede chocar por su extrañeza a algunos de mis lectores. La mayor parte de la gente da por sentado hoy en día que todo trabajo es útil, y la mayoría de la gente acomodada1, que todo trabajo es deseable. La mayoría, sea o no acomodada, cree que, cuando un hombre está haciendo un trabajo que es aparentemente inútil, de todas formas se está ganando la vida con él —está «empleado», como dice la expresión—; y la mayoría de los que son gente acomodada animan con felicitaciones y alabanzas al feliz trabajador que se priva de todo placer y vacaciones por la sagrada causa del trabajo. En suma, se ha convertido en un artículo de fe de la moral moderna que todo trabajo es bueno en sí mismo, una creencia conveniente para quienes viven del trabajo de otros. Pero en lo que se refiere a estos últimos, a cuya costa viven aquéllos, les recomiendo que no lo crean a pies juntillas, sino que profundicen en la cuestión un poco más.

Admitamos, en primer lugar, que el género humano no tiene más remedio que, o bien trabajar, o bien perecer. La Naturaleza no nos concede nuestro sustento gratis: nos lo tenemos que ganar mediante un trabajo de alguna especie o grado. Veamos, pues, si nos ofrece alguna compensación por esta obligación de trabajar, ya que en otros asuntos se ocupa ciertamente de hacer que los actos necesarios para la continuidad del individuo y la especie no sólo sean soportables, sino, incluso, placenteros.

Pueden ustedes estar seguros de que así es, de que es propio de la naturaleza del hombre, cuando no se halla enfermo, disfrutar de su trabajo dadas ciertas condiciones. Y, sin embargo, debemos decir, en contra de la mencionada alabanza hipócrita de todo trabajo, cualquiera que éste sea, que hay trabajos que, lejos de ser una bendición, son una maldición, que sería mejor para la comunidad y para el trabajador si a este último le diera por cruzarse de brazos, negarse a trabajar, y prefiriera o morir o dejar que le mandáramos a un asilo de pobres o a la cárcel, lo que ustedes quieran.

Como ven, hay dos tipos de trabajo: uno bueno y otro malo; uno no muy alejado de ser una bendición y de hacer más fácil y alegre la vida; el otro una maldición, un lastre para nuestra vida.

¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ellos? Esta: uno contiene esperanza, el otro no. Es de hombres hacer un tipo de trabajo y de hombres también negarse a hacer el otro.

¿Y cuál es la naturaleza de la esperanza que, cuando está presente en el trabajo, hace que merezca la pena realizarlo?

Es una triple esperanza, según creo: la esperanza en el descanso que vendrá, la esperanza en el producto que obtendremos y la esperanza del placer que hallaremos en el trabajo mismo; y la esperanza, también, de que haya abundancia y calidad en todas esas cosas. Esto es, un descanso lo bastante largo y bueno para que merezca la pena descansar, un producto que le merezca la pena obtener a todo el que no sea ni un tonto ni un asceta, un placer lo bastante intenso como para que tengamos conciencia de él mientras trabajamos, no un mero hábito cuya pérdida sintamos como sentiría un hombre nervioso la pérdida del trozo de cuerda con el que jugaban sus dedos.

He colocado la esperanza de descansar en primer lugar porque es la parte más simple y natural de nuestra esperanza. Por mucho placer que se encuentre en la realización de algunos trabajos, lo cierto es que todo trabajo conlleva siempre un esfuerzo, un sufrimiento: el esfuerzo animal que supone movilizar nuestras dormidas energías para que entren en acción, o el miedo animal al cambio cuando nos sentimos a gusto; y la compensación por ese esfuerzo animal es un descanso animal. Cuando estamos trabajando tenemos que saber que llegará el momento en que no tengamos que seguir trabajando. Asimismo, cuando llegue el descanso, debe ser lo bastante largo como para poder disfrutarlo; debe durar más de lo que es simplemente necesario para recuperar la fuerza de trabajo que hemos consumido en el trabajo, y debe ser también un descanso animal en el hecho de que no ha de ser perturbado por la ansiedad o, de lo contrario, no seremos capaces de disfrutarlo. Mientras tengamos esa cantidad y clase de descanso, no estaremos en peor situación que las bestias.

En cuanto a la esperanza de cosechar el producto, ya he dicho que la Naturaleza nos obliga a trabajar con ese fin. A nosotros nos corresponde encargarnos de que de verdad sea algo lo que produzcamos, y no nada, o al menos nada que no queramos o podamos utilizar. Mientras cuidemos de esto y dirijamos nuestra voluntad a ese objetivo, seremos mejores que las máquinas.

La esperanza de hallar placer en el trabajo mismo: ¡cuán extraña debe parecer esa esperanza a algunos de mis lectores, a la mayoría de ellos! Empero, yo opino que todas las criaturas encuentran placer en el ejercicio de sus energías y que incluso las bestias disfrutan siendo ágiles y rápidas y fuertes. Mas un hombre que, al trabajar, sabe que algo tendrá existencia porque él está trabajando y poniendo su voluntad en ello, está ejercitando tanto las energías de su mente y espíritu como las de su cuerpo. La memoria y la imaginación le ayudan mientras trabaja. No sólo sus propios pensamientos, sino también los de hombres de otras épocas guían sus manos; y, como parte del género humano, crea. Mientras trabajemos así seremos hombres y nuestros días serán felices y memorables.

Así pues, el trabajo valioso lleva aparejada la esperanza en el placer del descanso, la esperanza en el placer de usar lo que producimos y la esperanza en el placer que nos proporcionará el ejercicio de nuestra destreza creativa de cada día.

Cualquier otro trabajo que no sea así carece de valor; es trabajo de esclavos —simple trabajo de bestias para poder vivir, vivir para trabajar.

Consiguientemente, y puesto que tenemos, por así decirlo, una balanza en la que pesar el trabajo que se hace actualmente en el mundo, utilicémosla. Estimemos el valor de nuestro trabajo después de tantos miles de años de duro trabajo, de tantas promesas de esperanza aplazadas, de celebrar tan jubilosamente el progreso de la civilización y la consecución de libertad.

Ahora bien, la primera cosa y la más fácil de advertir en relación con el trabajo realizado en la civilización es que se halla distribuido de forma muy desigual entre las distintas clases de la sociedad. En primer lugar, existen personas —y no precisamente unas pocas— que no trabajan ni simulan trabajar. A continuación están las personas, un gran número de ellas, que trabajan bastante, aunque con comodidades y vacaciones en abundancia, reclamadas y concedidas. Por último, hay personas que trabajan tanto que puede decirse que no hacen otra cosa que trabajar, y por ello son llamadas «clases trabajadoras», para distinguirlas de las clases medias y de los ricos o aristocracia, a los que he mencionado antes.

Está claro que esa desigualdad pesa gravemente sobre la clase «trabajadora» y que ha de tender visiblemente a destruir su esperanza de descanso y, así, a hacer que su situación sea peor que la de las simples bestias del campo. Pero eso no es el final de nuestra locura consistente en convertir trabajo útil en trabajo inútil, sino tan sólo el principio.

Pues, en primer lugar, en lo que concierne a los ricos que no trabajan, todos sabemos que consumen muchísimo, a pesar de no producir nada. Por lo tanto, se les tiene que mantener claramente a expensas de aquellos que sí trabajan, de igual modo que se hace con los indigentes, y son una mera carga para la comunidad. En los tiempos que corren hay muchos que han aprendido a darse cuenta de esto, aunque no son capaces de ver los demás males de nuestro sistema actual, ni han forjado ningún plan para deshacerse de esa carga; aunque tal vez sí tengan una esperanza difusa en que los cambios en el sistema de votación puedan, como por arte de magia, apuntar en esa dirección. No merece la pena molestarse en examinar tales esperanzas o supersticiones. Por otra parte, esa clase, la aristocracia, en una época considerada la más necesaria al Estado, es escasa en número y no tiene ahora ningún poder propio, sino que depende del apoyo de la clase que le sigue inmediatamente: la clase media. Efectivamente, ésta está formada por los hombres de más éxito de esa clase, o bien por sus descendientes directos.

En cuanto a la clase media, que incluye en su seno las clases comerciante, manufacturera y profesional de nuestra sociedad, parece, por regla general, que trabaja bastante y por tanto, a primera vista, podría considerarse que ayuda a la comunidad y que no constituye carga alguna. Sin embargo, la mayor parte con diferencia de esas personas, aunque trabajen, no producen, e incluso cuando sí producen, como en el caso de aquellos ocupados (de forma verdaderamente despilfarradora) en la distribución de bienes, o los médicos, o los artistas y hombres de letras genuinos, consumen, sin embargo, en cantidades fuera de toda proporción con lo que les correspondería. Los que forman la parte comercial y manufacturera de esta clase, los más poderosos, consagran, a su vez, su vida y sus energías a luchar entre sí por sus respectivas porciones de riquezas que obligan a producir a los verdaderos trabajadores. Los demás son casi enteramente parásitos de éstos; no trabajan para el público en general, sino sólo para una clase privilegiada: son los parásitos de la propiedad; a veces, como en el caso de los abogados, sin tapujos; a veces, como los médicos y otros anteriormente mencionados, aunque tienen pretensiones de utilidad, no sirven frecuentemente para nada salvo para sostener el sistema disparatado de fraude y tiranía del que forman parte. Y todos éstos tienen normalmente, conviene recordar, un objetivo a la vista: no la producción de servicios útiles2, sino la consecución de una posición para sí mismos y para sus hijos que les permita no tener que trabajar en absoluto. Es su ambición y la meta de su vida entera obtener, si no para sí mismos, al menos para sus hijos, la sublime posición de ser una carga evidente para la comunidad. El trabajo en sí mismo, a pesar de la fingida dignidad con la que lo rodean, no les importa lo más mínimo, exceptuando a unos cuantos entusiastas, hombres de ciencia, arte o letras, los cuales, si no son la sal de la tierra, son al menos (¡y es una lástima!) la sal del lamentable sistema del que son esclavos, el cual les estorba y frustra constantemente e incluso, en ocasiones, los corrompe.

Nos hallamos aquí, pues, ante otra clase, esta vez muy numerosa y todopoderosa, que produce muy poco y consume una enormidad y que es, por consiguiente, mantenida principalmente, al igual que los indigentes, por los productores reales. En cambio, la clase que resta considerar produce todo lo que es producido y se mantiene tanto a sí misma como a las demás clases, aunque es colocada en una posición de inferioridad con respecto a ellas: una verdadera inferioridad, en efecto, que implica una degradación tanto de mente como de cuerpo. Pero es consecuencia necesaria de esta tiranía y locura el hecho de que, de nuevo, muchos de estos trabajadores no sean productores. Un vasto número de ellos son, otra vez, meros parásitos de la propiedad, y algunos de ellos de forma abierta, como son los soldados de mar y tierra, los cuales se mantienen en pie para perpetuar las rivalidades y hostilidades nacionales y para cubrir las necesidades derivadas de la lucha nacional por la apropiación del producto del trabajo no pagado. Pero, además de esta carga evidente que pesa sobre los productores y la no menos evidente carga del servicio doméstico, existen otras: está, en primer lugar, el ejército de oficinistas, dependientes de tienda, etc., los cuales se hallan empleados al servicio de la guerra privada por la riqueza, la cual, como se ha dicho antes, es la verdadera ocupación de la clase media acomodada. Estos constituyen un colectivo de trabajadores más numeroso de lo que podría suponerse, pues incluye, entre otros, a todos aquellos cuya tarea es la que podría denominarse venta competitiva, o, por usar una expresión mucho menos digna, darle bombo a las mercancías3, que ha llegado a tal extremo que hay muchas cosas que cuesta mucho más vender de lo que cuesta fabricar.

A continuación está toda la masa de gente ocupada en la fabricación de todos esos estúpidos4 artículos de lujo cuya demanda es el resultado de la existencia de clases ricas e improductivas; cosas que nunca pediría y con las que nunca soñaría gente que llevara una vida noble, no corrupta. A estas cosas, sea quien sea el que me contradiga, me negaré siempre a llamar riqueza: no son riqueza, sino desperdicio. Riqueza es todo aquello que nos proporciona la Naturaleza y todo aquello que un hombre sensato puede construir con los dones de la Naturaleza para un uso razonable. La luz del sol, el aire fresco, la faz de la tierra sin estropear, la comida, el vestido, y una vivienda necesaria y digna; la acumulación de conocimiento de todas clases y el poder de extenderlo; los medios de comunicación libres entre hombre y hombre; las obras de arte, la belleza que el hombre crea cuando es más plenamente hombre, lleno de aspiraciones y atención en su trabajo —todas las cosas que hacen el placer de la gente libre, noble, sin corromper—. Eso es la riqueza. Y no puedo pensar en nada que merezca la pena tener que no pueda aparecer bajo uno de esos encabezamientos. Sin embargo, piensen, se lo ruego, en la producción de Inglaterra, el taller del mundo, y ¿es posible que no les deje perplejos, como a mí, pensar en la masa de cosas que ningún hombre en su sano juicio podría desear, pero que nuestro trabajo inútil produce —y vende—?

Ahora bien, existe una industria aún más triste, en la que muchos se ven obligados a trabajar, muchísimos de nuestros trabajadores: la fabricación de artículos que les son necesarios a ellos y a sus hermanos precisamente porque son una clase inferior. Pues si muchos hombres viven sin producir, es más, tienen que llevar vidas tan vacías y estúpidas como para forzar a una gran parte de los trabajadores a producir artículos que nadie necesita, ni siquiera los ricos, se sigue de ello que la mayoría de los hombres han de ser pobres; y, viviendo como viven con los salarios que proceden de aquellos a los que mantienen, no pueden conseguir para su uso los bienes que los hombres desean naturalmente, sino que no tienen más remedio que aguantarse con lamentables sucedáneos, con comida tosca que no alimenta, con ropa infame que no abriga, con casuchas miserables que bien podrían hacer que un habitante de ciudad en nuestra civilización sintiera nostalgia de la tienda de una tribu nómada o de la cueva del salvaje prehistórico. Pero es más: los trabajadores tienen, incluso, que colaborar en el gran invento industrial de nuestro tiempo, la adulteración, y, prestando esa ayuda, producir para su propio uso simulacros y ridículas imitaciones del lujo de los ricos; y es que los asalariados tienen siempre que vivir como les ordenen los que pagan los salarios, y hasta sus propios hábitos de vida les han sido impuestos por sus amos.

Pero no quiero perder el tiempo intentando expresar con palabras el desprecio que me merece la tan elogiada producción mala y barata de nuestra época. Baste con decir que esa baja calidad5 le es necesaria al sistema de explotación sobre el que descansa la manufactura moderna. En otras palabras, nuestra sociedad comprende a una gran masa de esclavos a quienes se debe alimentar, vestir, alojar y divertir como esclavos y su necesidad diaria les obliga a fabricar los artículos de esclavo cuyo uso resulta ser la perpetuación de su esclavitud.

En resumen, en lo que concierne a la forma de trabajo de los Estados civilizados, estos Estados están formados por tres clases: una clase que ni siquiera simula trabajar, una clase que sí tiene pretensiones de trabajar pero que no produce nada, y una clase que trabaja pero que es obligada por las otras dos clases a hacer un trabajo que con frecuencia es improductivo.

La civilización, por tanto, derrocha sus propios recursos y lo seguirá haciendo mientras dure el presente sistema. Estas son palabras frías para describir la tiranía bajo la cual sufrimos; intenten, pues, pensar en lo que significan.

Hay en el mundo una cierta cantidad de recursos y fuerzas naturales, así como una cierta cantidad de energía laboral inherente a los hombres que lo habitan. Los hombres, impulsados por sus necesidades y deseos, han trabajado durante muchos miles de años en la tarea de subyugar las fuerzas de la Naturaleza y de convertir las materias primas en algo útil para ellos. A nuestros ojos, y puesto que no podemos ver el futuro, esa lucha con la Naturaleza parece estar casi acabada y la victoria del género humano sobre ella parece casi completa. Y, volviendo los ojos al pasado, al tiempo en que comenzó la historia, advertimos que el progreso de esa victoria ha sido, con diferencia, más rápido y asombroso en los últimos doscientos años que nunca antes. Con seguridad nosotros, hombres modernos, deberíamos estar, por ello, en una situación inmensamente mejor que cualquiera de los que nos han precedido. Sin duda, deberíamos todos y cada uno de nosotros ser ricos y estar bien provistos de las cosas buenas que nuestra victoria sobre la Naturaleza ha conquistado para nosotros.

Sin embargo, ¿cuál es la realidad? ¿Quién se atreverá a negar que la gran masa de hombres civilizados son pobres? Tan pobres son que no es sino puro infantilismo molestarse en discutir si en algunas cosas están un poquito mejor que sus antepasados. Son pobres; y tampoco puede ser comparada su pobreza con la pobreza de un salvaje sin recursos, pues éste no conoce nada más que su pobreza; tener frío, hambre, estar sin techo, sucio, ser ignorante, todo esto es tan natural para él como tener una piel. Pero en nosotros, en la mayoría de nosotros, la civilización ha alimentado deseos que nos impide satisfacer y, por consiguiente, no es sólo avara, sino también una torturadora.

De esta manera nos han robado, pues, los frutos de nuestra victoria sobre la Naturaleza; así, se ha convertido la obligación que nos impone la Naturaleza de trabajar —con esperanza de obtener descanso, ganancia y placer— en una obligación impuesta por el hombre, obligación de trabajar con esperanza —¡de vivir para trabajar!

¿Qué haremos, pues? ¿Podemos arreglarlo?

Pues bien, recuerden una vez más que no fueron nuestros ancestros remotos quienes alcanzaron la victoria sobre la Naturaleza, sino nuestros padres o, mejor, nosotros mismos. Quedarse sentados, sin esperanza, desvalidos, sería, pues, un disparate ciertamente absurdo: tengan ustedes la certeza de que podemos enmendarlo. ¿Qué es, entonces, lo primero que hay que hacer?

Hemos visto cómo la sociedad moderna se divide en dos clases, una de las cuales tiene el privilegio de ser sostenida por el trabajo de la otra, es decir, obliga a la otra a trabajar para ella y le roba a esta clase inferior todo lo que puede quitarle y utiliza la riqueza así arrebatada para mantener a sus propios miembros en una situación de superioridad, para convertirlos en seres de un orden superior a los otros: seres que viven más, que son más bellos, más respetados, más refinados que los de la otra clase. No digo que esta clase superior se moleste en hacer que sus miembros sean más longevos, bellos o refinados en un sentido positivo, sino que pone su empeño meramente en que sean así en términos relativos con respecto a la clase inferior. Como, por otra parte, no sabe utilizar la fuerza de trabajo de la clase inferior de forma honrada, para producir una riqueza auténtica, la derrocha íntegramente produciendo basura.

Es este robo y derroche por parte de la minoría lo que mantiene pobre a la mayoría; si pudiera demostrarse que es necesario conformarse con esta situación para salvaguardar la sociedad, poco más podría decirse sobre este asunto, salvo que la desesperación de la mayoría oprimida acabaría alguna vez por destruir la Sociedad. Pero se ha demostrado, por el contrario, incluso mediante experimentos tan incompletos como, por ejemplo, la así llamada Cooperación, que la existencia de una clase privilegiada no es en absoluto necesaria para el «gobierno» de los productores de riqueza o, en otras palabras, para el mantenimiento del privilegio.

El primer paso que habría que dar sería la abolición de una clase de hombres que tienen el privilegio de eludir sus deberes como hombres y que, de este modo, pueden obligar a otros a hacer el trabajo que ellos se niegan a hacer. Todo el mundo debe trabajar de acuerdo con su destreza y producir, así, lo que consume; esto es, cada hombre debería trabajar lo mejor que sabe para conseguir su propio sustento y su sustento debería asegurársele, es decir, todos los beneficios que la sociedad proporcionaría a todos y cada uno de sus miembros.

De esta manera se fundaría, por fin, una verdadera Sociedad. Esta descansaría sobre la igualdad de condición. Ningún hombre sería atormentado en beneficio de otro; es más, ni un solo hombre sería atormentado en beneficio de la Sociedad. Ni tampoco puede llamarse Sociedad a un orden que no sea mantenido en beneficio de todos y cada uno de sus miembros.

Pero, puesto que los hombres viven ahora pobremente como viven, de forma que mucha gente no produce en absoluto y se desperdicia tanto trabajo, está claro que, en unas condiciones en las que todos produjeran y no se derrochase trabajo, no solamente trabajarían todos con la esperanza segura de obtener con su trabajo la parte que les correspondiera de riqueza, sino también sabiendo que no les faltaría el descanso merecido. Aquí tenemos, pues, dos de las tres clases de esperanza mencionadas antes como una parte esencial de todo trabajo valioso que se han de asegurar al trabajador. Cuando el robo de clase sea abolido, cada hombre cosechará el fruto de su trabajo y cada hombre tendrá el descanso que le corresponde, esto es, tiempo libre. Algunos Socialistas podrían decir que no necesitamos ir más lejos; basta con que el trabajador obtenga todo el producto de su trabajo y que su descanso sea abundante. Pero, aunque se logre abolir la coacción ejercida por la tiranía del hombre, yo exijo
una compensación por la coacción que ejerce la necesidad de la Naturaleza. Mientras el trabajo sea repulsivo, seguirá siendo una carga que tenemos que soportar a diario y que, incluso aunque fueran pocas las horas de trabajo, estropearía nuestra vida. Lo que queremos hacer es aumentar nuestra riqueza sin que disminuya nuestro placer. La Naturaleza no será conquistada hasta que nuestro trabajo se convierta en una parte del placer de nuestras vidas.

El primer paso para liberar a la gente de la obligación de trabajar nos pondrá, al menos, en camino hacia ese objetivo feliz, pues tendremos entonces tiempo y oportunidades para realizarlo. Tal y como están las cosas ahora, entre el desperdicio de fuerza de trabajo producido por la ociosidad y el desperdicio provocado por un trabajo improductivo, está claro que el mundo civilizado es sostenido por una parte pequeña de su gente; si todos trabajaran útilmente para su mantenimiento, la proporción de trabajo que cada uno tendría que realizar sería pequeña y nuestro nivel de vida estaría más o menos a la altura del que las personas acomodadas y refinadas creen en la actualidad que es deseable. Nos sobrará fuerza de trabajo y seremos, en resumen, tan ricos como nos plazca. Será fácil vivir. En cambio, si bajo nuestro sistema actual nos despertáramos una mañana y encontráramos la vida fácil, ese sistema nos obligaría a ponernos a trabajar inmediatamente y a hacer más dura la vida; llamaríamos a eso «desarrollar nuestros recursos» o algún otro bonito nombre. La multiplicación del trabajo se ha convertido en una necesidad para nosotros, y mientras eso continúe así ningún ingenio en la invención de máquinas nos será útil de verdad. Cada nueva máquina ocasionará una cierta cantidad de desgracia a aquellos trabajadores cuya rama industrial perturbe; así, muchos de los trabajadores cualificados se verán reducidos a la condición de no cualificados y, al final, las cosas acabarán por deslizarse a su curso habitual y de nuevo todo marchará, aparentemente, como la seda; y si no fuese porque todo esto está preparando la revolución, las cosas seguirían estando para la mayor parte de los hombres exactamente igual que antes del nuevo invento prodigioso.

Pero cuando la revolución haya hecho «fácil vivir», cuando todos estén trabajando juntos en armonía y no haya nadie que robe su tiempo al trabajador, es decir, su vida; en esos días que han de llegar no existirá una coacción sobre nosotros que nos obligue a seguir produciendo cosas que no queremos y a trabajar por nada a cambio: entonces podremos pensar con calma y detenimiento lo que hacer con nuestra riqueza de energía laboral. Ahora bien, por mi parte, creo que el primer uso que deberíamos dar a esa riqueza, a esa libertad, sería hacer que todo nuestro trabajo, incluso el más común y necesario, fuera agradable para todo el mundo; pues meditando sobre el asunto veo que la línea de acción que puede hacer con seguridad que nuestra vida sea dichosa, a pesar de sus contratiempos y dificultades, consiste en tomarse un interés
placentero por todos los detalles de la vida. Y por si acaso creen ustedes que es ésta una afirmación demasiado universalmente aceptada como para que merezca la pena formular, permítanme que les recuerde cuán terminantemente prohíbe algo así la civilización moderna; con qué detalles sórdidos, incluso terribles, rodea la vida de los pobres; qué vida tan mecánica y vacía impone a los ricos; y qué fiesta tan insólita supone para cualquiera de nosotros sentirse parte de la Naturaleza y poder examinar sin prisas, pensativa y alegremente, el curso de nuestra vida inmersa en todas esas pequeñas conexiones de sucesos que la vinculan a las vidas de los demás y que forman el gran todo de la humanidad.

Y, sin embargo, nuestra vida entera podría ser una fiesta de este tipo si nos resolviéramos a hacer que todo nuestro trabajo fuera razonable y placentero. Pero tenemos que ser de verdad resueltos, pues ninguna medida a medias nos podrá ayudar a conseguirlo. Ya se ha dicho que nuestro trabajo actual, así como la vida que llevamos, llena de temor y de ansiedad como la de un animal acorralado, son cosas impuestas por el presente sistema de producción, que persigue la obtención de beneficios para las clases privilegiadas. Es necesario explicar bien lo que esto significa. Bajo el sistema actual de salarios y capital, el empresario «manufacturero»6 (absurdamente llamado así, ya que «manufacturero» significa que fabrica algo con sus manos), que tiene el monopolio de los medios para utilizar la fuerza de trabajo inherente al cuerpo de cada hombre en la producción de mercancías, es el amo de aquellos que no son tan privilegiados; él y sólo él puede hacer uso de esa fuerza de trabajo, la cual, por otra parte, es la única mercancía que puede hacer que su «capital», es decir, el producto acumulado por el trabajo pasado, le rente beneficios. Por consiguiente, él compra la fuerza de trabajo de aquellos que están desposeídos de capital y que sólo pueden vivir vendiéndosela; el propósito de esta transacción es que él incremente su capital, que pueda hacerlo producir. Está claro que si pagara a aquellos con quienes hace su negocio el valor completo de su trabajo, es decir, todo lo que éstos produjeran, fracasaría en su empresa. Pero, puesto que él tiene el monopolio de los medios de trabajo productivo, puede obligarles a hacer un negocio mejor para él y peor para ellos, el cual negocio consiste en que, después de que se han ganado su sustento, calculado de acuerdo con un patrón lo suficientemente alto para asegurar su sumisión pacífica a su autoridad, el resto de lo producido (que es, con diferencia, la mayor parte) le pertenecerá a él, será su propiedad para hacer con ella lo que guste, para usar y abusar de ella a placer; la cual propiedad es, como todos sabemos, celosamente protegida por el ejército y la marina, la policía y la prisión; en resumen, por esa enorme masa de fuerza física que el hábito, el miedo al hambre —la IGNORANCIA, en una palabra— de las clases sin propiedad permiten utilizar a las clases propietarias para el sojuzgamiento de sus esclavos.

Además, podrían exponerse otros muchos males que resultan de este sistema. Lo que quiero señalar ahora es la imposibilidad de lograr que el trabajo sea atractivo bajo este sistema y repetir que es este robo (no hay otra palabra para ello) lo que produce un derroche de la fuerza de trabajo existente en el mundo civilizado, forzando a muchos hombres a la inactividad e imponiendo a muchos, muchísimos más, una actividad inútil, además de obligar a aquellos que realizan un trabajo útil de verdad a trabajar en exceso. Pues entiendan de una vez que el empresario «manufacturero» aspira fundamentalmente a producir, por medio del trabajo que ha robado a otros, no bienes, sino beneficios, esto es, la «riqueza» que es producida por encima y más allá del sustento de sus trabajadores y del desgaste de su maquinaria. Que esa «riqueza» sea auténtica o falsa no le importa nada. Si se vende y le produce un «beneficio» está bien. He explicado cómo, debido a que hay ricos que tienen más dinero del que pueden gastar de forma razonable y que, por consiguiente, compran una falsa riqueza, se produce un derroche por ese lado; y también cómo, en virtud de que hay pobres que no pueden permitirse el lujo de comprar cosas que vale la pena fabricar, se genera de nuevo un derroche por ese otro lado, de forma que la «demanda» que el capitalista «abastece»7 es una demanda falsa. Existen «trampas» en el mercado en el que éste vende por la existencia de desigualdades producidas por el robo que caracteriza al sistema de Capital y Salarios.

Es de este sistema, por tanto, de lo que debemos deshacernos con decisión, si es que hemos de lograr que el trabajo resulte alegre y útil para todos. El primer paso en pos de un trabajo atractivo será conseguir que los medios para hacer del trabajo algo fructífero, es decir, el Capital: la tierra, la maquinaria, las fábricas, etc., estén en manos de la comunidad, para que así éstos se utilicen en bien de todos, de modo que todos trabajemos para «abastecer» las verdaderas «demandas» de todos y cada uno; esto es, que trabajemos por nuestro sustento en lugar de trabajar para abastecer la demanda del mercado, en vez de trabajar para el lucro8, o sea, la capacidad de obligar a otros hombres a trabajar contra su voluntad.

Cuando se haya dado ese paso y los hombres comiencen a comprender que la Naturaleza quiere que todos los hombres trabajen o mueran de hambre, cuando éstos dejen de ser tan necios como para permitir que algunos tengan la alternativa de robar, cuando ese feliz día haya llegado, nos habremos librado al fin del tributo que pagamos por el desperdicio de recursos y nos daremos, así, cuenta de que tenemos, como se ha dicho, una enorme cantidad de fuerza de trabajo disponible que nos permitirá vivir como deseemos dentro de unos límites razonables. Nos dejará de apremiar y guiar el miedo a morirnos de hambre, el cual no presiona actualmente menos a la mayor parte de los hombres en las comunidades civilizadas que lo hacía a los salvajes. Las necesidades más primarias y evidentes serán satisfechas tan fácilmente en una comunidad en la que no se derrocha trabajo que tendremos tiempo para mirar a nuestro alrededor y pensar qué es lo que queremos realmente que pueda obtenerse sin abusar de nuestras energías; pues el miedo, a menudo expresado, de que la ociosidad se apoderará de nosotros una vez que haya desaparecido la fuerza suministrada por la presente jerarquía de coacción es un miedo que genera la carga de ese trabajo excesivo y repulsivo que la mayoría de nosotros tenemos que soportar en la actualidad.

Yo digo una vez más que, a mi modo de ver, la primera cosa que consideraremos tan necesaria como para sacrificarle algún tiempo libre será precisamente que el trabajo sea atractivo. No se requerirá un sacrificio muy grande para alcanzar este objetivo, aunque sí cierta cantidad. Pues podemos esperar que los hombres que acaban de pasar por un período de lucha y revolución serán los últimos en conformarse por mucho tiempo con una vida de un craso utilitarismo, aunque a veces los Socialistas son acusados por personas ignorantes de aspirar a una vida tal. Por otro lado, la parte ornamental9 de la vida moderna está ya totalmente podrida y tiene que ser eliminada del todo antes que se realice el nuevo orden de cosas. No hay nada de ella, nada que pudiera salir de ella, que sea capaz de satisfacer las aspiraciones de unos hombres liberados de la tiranía del comercialismo.

Tenemos que empezar a construir el lado bello de la vida —sus placeres corporales y mentales, científicos y artísticos, sociales e individuales— sobre la base de un trabajo emprendido voluntaria y alegremente, con la conciencia de estar beneficiándonos nosotros y nuestros vecinos con él. Dicho trabajo absolutamente
necesario que tendríamos que realizar ocuparía sólo una pequeña parte de cada día y, mientras así fuese, no resultaría una carga molesta; sin embargo, seguiría siendo una tarea diaria repetitiva y que, por tanto, estropearía nuestro placer del día, a menos que resultara soportable mientras durase. En otras palabras, todo trabajo, incluso el más común, debe hacerse atractivo.

¿Cómo puede lograrse esto? —es la pregunta a la que el resto de este breve ensayo se ocupará de responder. Sé que, al ofrecer algunas ideas sobre esta cuestión, si bien todos los Socialistas estarán de acuerdo con muchas de las sugerencias hechas, algunas de ellas, en cambio, les parecerán a algunos extrañas y aventuradas. Estas deben ser consideradas como sugerencias ofrecidas sin la menor intención dogmática y como una simple expresión de mi opinión personal.

De todo lo que se ha dicho ya se sigue que el trabajo, para ser atractivo, debe dirigirse a algún fin manifiestamente útil, excepto en los casos en que el individuo lo emprende como un pasatiempo. Con más razón tiene que contarse con este elemento de utilidad para hacer más llevaderas las tareas de otro modo penosas, puesto que una nueva moral, la moral Social, esto es, la responsabilidad del hombre hacia la vida del hombre, sustituirá a la moral teológica en el nuevo orden de cosas, es decir, a la responsabilidad del hombre hacia alguna idea abstracta. Además, la jornada laboral será breve. No hace falta insistir en ello. Está claro que, cuando no se malgasta trabajo, éste puede ser breve. Está claro también que gran parte del trabajo que hoy en día resulta una tortura se haría fácilmente soportable si fuera acortado.

La variedad en el trabajo es el siguiente punto, y uno de extraordinaria importancia. Obligar a un hombre a hacer día tras día la misma tarea, sin ninguna esperanza de evasión o cambio, significa ni más ni menos que convertir su vida en un tormento carcelario. Nada excepto la tiranía de la búsqueda insaciable de beneficios hace que esto sea necesario. Un hombre podría fácilmente aprender y practicar tres oficios por lo menos y, de esta manera, alternar el ejercicio de una ocupación sedentaria con una al aire libre, de una ocupación que exija una vigorosa energía corporal con un trabajo que ocupe más a la mente. Hay pocos hombres, por ejemplo, que no deseen pasar una parte de sus vidas trabajando en el más necesario y agradable de todos los trabajos: el cultivo de la tierra. Una cosa que hará posible esta variedad de empleo será la forma que tome la educación en una comunidad socialmente ordenada. En la actualidad, toda la educación se orienta al objetivo de adecuar a la gente al puesto en la jerarquía comercial que cada uno habrá de ocupar, unos como patronos, otros como trabajadores. La educación de los jefes es más refinada que la de los trabajadores, pero sigue siendo comercial; e incluso en nuestras viejas universidades el conocimiento goza de una baja estima, a menos que pueda hacerse rentable a largo plazo. Una educación como es debida es una cosa totalmente distinta a esto y su misión consiste en averiguar para qué valen personas diferentes y en ayudarles a seguir el camino al que tienden por inclinación natural. En una sociedad debidamente organizada, pues, se enseñaría a la gente joven aquellos oficios para los que mostraran aptitudes como una parte de su educación —que no es sino la disciplina de sus mentes y cuerpos—, y los adultos también tendrían la oportunidad de formarse en los mismos centros, pues el desarrollo de las capacidades individuales sería el objetivo principal de la educación, en lugar de ser, como ahora, la subordinación de todas las capacidades al gran fin de «hacer dinero» para uno —o para el patrón de uno—. La cantidad de talento, e incluso de genio, que se destruye en el presente sistema, y que podría aprovecharse en un sistema de este tipo, haría fácil e interesante nuestro trabajo diario.

En esta sección dedicada a la variedad llamaré la atención sobre un producto que ha sufrido tanto bajo el comercialismo que difícilmente puede decirse que siga existiendo, y es ciertamente tan ajeno a nuestra época que temo que haya más de uno a quien le cueste entender lo que tengo que decir sobre la cuestión, algo que, de todas formas, debo decir, pues es un asunto sobremanera importante. Me refiero a esa clase de arte que produce, o debiera producir, cualquier trabajador mientras realiza su trabajo ordinario y que debe denominarse, con toda propiedad, Arte popular. Este tipo de arte, repito, ya no existe actualmente, al haber sido eliminado por el comercialismo. Pero desde el principio de la lucha del hombre con la Naturaleza hasta la aparición del presente sistema capitalista estaba vivo y, en términos generales, florecía. Mientras duró, todo lo que era fabricado por el hombre era adornado por el hombre, igual que todo lo producido por la Naturaleza es adornado por ella. El artesano, mientras moldeaba el objeto que tenía en sus manos, lo adornaba con tanta naturalidad y tan desprovisto de esfuerzo consciente que a menudo es difícil determinar dónde terminaba la parte meramente utilitaria de su trabajo y dónde empezaba la decorativa. Pues bien, el origen de ese arte era la necesidad de variedad en su trabajo que sentía el artesano, y aunque la belleza producida por este deseo constituía un don valiosísimo para el mundo, el hecho de que el artesano encontrase variedad y placer en su trabajo era aún de mayor importancia porque imprimía en todo trabajo el sello del placer. Ahora todo esto ha desaparecido completamente del trabajo de la civilización. Si se quiere tener un adorno, se debe pagar ex profeso por él, y el trabajador se ve obligado a producir adornos del mismo modo que ha de producir otras mercancías. Se le obliga, además, a fingir alegría en su trabajo, de forma que la belleza producida por la mano del hombre, la cual antaño servía de alivio a su trabajo, se ha convertido ahora en una carga extra para él, siendo el adorno un absurdo más del trabajo inútil y, tal vez, no la menos pesada de las cadenas.

Además de la brevedad en la duración del trabajo, su utilidad consciente y la variedad que debiera acompañarle, se necesita otra cosa para hacerlo atractivo, tal como un entorno agradable. La miseria y la mugre que nosotros, gente civilizada, soportamos con tanta complacencia como ingrediente necesario del sistema fabril es igual de necesaria para la comunidad como sería una cantidad proporcional de suciedad en la casa de un rico propietario. Si a ese hombre le diera por permitir que las cenizas fueran esparcidas por todo su cuarto de estar y que se pusiera un retrete en cada esquina de su comedor, si habitualmente su antes bello jardín fuera convertido en un montón de suciedad y desperdicios, y además nunca lavara las sábanas y obligara a su familia a dormir cinco por cama, ese hombre acabaría con toda seguridad en las garras de una comisión para diagnosticar su salud mental. Y, sin embargo, tales actos de insensatez mezquina es precisamente lo que nuestra sociedad actual está cometiendo diariamente bajo la coacción de una supuesta necesidad, algo que es poco menos que locura. Yo les ruego que convoquen sin más demora la comisión que dictamine la locura de la civilización.

Pues todas nuestras superpobladas ciudades y sobrecogedoras fábricas son simplemente el resultado del sistema de lucro. La fabricación capitalista, la propiedad capitalista de la tierra y el intercambio capitalista empujan a los hombres a las ciudades con el fin de manipularlos en interés del capital; la misma tiranía hace que se reduzca tanto el espacio que ha de tener una fábrica que, por ejemplo, el interior de una nave de tejido resulta un espectáculo tan ridículo como horrible. No existe otra necesidad de todo esto salvo la de exprimir beneficios a las vidas de los hombres y de producir artículos baratos para el uso (y sojuzga-
miento) de los esclavos exprimidos. Aún no se ha llevado todo el trabajo a las fábricas; con frecuencia allí donde está no hace ninguna falta, salvo, de nuevo, la tiranía del beneficio. Las personas empleadas en él no tienen por qué ser forzadas
a hacinarse en los apretados barrios urbanos. No hay ninguna razón para no proseguir con sus empleos en tranquilas casas de campo, en pequeñas ciudades o, en suma, allí donde se encuentran más a gusto.

En cuanto a la parte de trabajo que tiene que realizarse a gran escala, el sistema fabril mismo, estando bajo un orden razonable de cosas (aunque, a mi modo de ver, aun así puede que tuviera inconvenientes), nos ofrecería al menos grandes oportunidades de llevar una intensa y animada vida social rodeada de multitud de placeres. Las fábricas podrían ser también centros de actividad intelectual y el trabajo en ellas podría muy bien ser variado en alto grado, siendo el manejo de la maquinaria necesaria tan sólo una pequeña parte de la jornada laboral. El resto del trabajo sería variado y comprendería desde el cultivo de alimentos en los campos circundantes hasta el estudio y la práctica del arte y la ciencia. Se da por sentado que las personas ocupadas en tal trabajo, y que son dueñas de sus propias vidas, no permitirían que ninguna prisa o falta de previsión les obligara a vivir entre suciedad, desorden o escasez de espacio. La ciencia, debidamente aplicada, les permitiría deshacerse de los desperdicios, minimizar, si no eliminar totalmente, todas las inconveniencias que actualmente acompañan al uso de la maquinaria complicada, tales como humo, mal olor y ruido; tampoco tolerarían que los edificios donde trabajaran o vivieran fueran horribles manchas sobre la bella faz de la tierra. Comenzando por la construcción de fábricas, edificios y naves que fueran a la vez dignos y cómodos como sus hogares, terminarían infaliblemente por hacerlos no sólo buenos en sentido negativo, meramente inofensivos, sino incluso bellos, de forma que el glorioso arte de la arquitectura, con el que la codicia comercial ha acabado por el momento, renacería de nuevo y florecería. Sostengo, pues, como pueden ver, que el trabajo en una comunidad debidamente ordenada debería volverse atractivo por la conciencia de su utilidad, por llevarse a cabo con interés inteligente, por la variedad y por realizarse en un entorno agradable. Pero también he mantenido, como todos hacemos, que la jornada laboral no debería ser fastidiosamente larga. Puede que se diga: ¿cómo casa esta última exigencia con las demás? Si el trabajo se refina tanto, ¿no resultarán los artículos muy caros?

Reconozco, como he dicho antes, que será necesario algún sacrificio para hacer atractivo el trabajo. Quiero decir que si en una comunidad libre pudiéramos conformarnos con la misma manera de trabajar apresurada, sucia, desordenada, sin corazón, con que trabajamos ahora, podríamos acortar nuestra jornada de trabajo mucho más de lo que supongo que haremos, tomando en cuenta todo tipo de trabajos. Pero, si lo hiciéramos, significaría que nuestra recién ganada libertad de condición nos dejaría apáticos y abatidos, cuando no llenos de inquietud, como estamos ahora, algo que, sostengo, es simplemente imposible. Estaríamos dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para elevar nuestra condición hasta el nivel proclamado deseable por toda la comunidad. No sólo eso. Estaríamos individualmente deseosos de sacrificar aún más cantidad de nuestro tiempo y nuestra comodidad para elevar el nivel de vida. La gente, bien cada uno por separado o bien asociándose con ese fin, produciría libremente por amor al trabajo y a sus resultados —estimulada como estaría por la esperanza en el placer de la creación— aquellos adornos de la vida para el servicio de todos que ahora sólo produce (o finge producir) bajo soborno para el servicio de unos cuantos ricos. Hasta ahora no se ha intentado poner en marcha el experimento de una comunidad civilizada que viva completamente sin arte ni literatura. La degradación y corrupción de la civilización del pasado pueden imponer esa negación del placer a una sociedad que nazca de sus cenizas. Si tiene que ser así, aceptaremos esa fase pasajera de utilitarismo como una preparación para el arte que ha de venir. Si el tullido y el hambriento llegaran a desaparecer de nuestras calles, si la tierra nos alimentara a todos por igual, si el sol llegara a brillar para todos de la misma manera, si el glorioso espectáculo de la tierra, con sus días y sus noches, el verano y el invierno, se nos revelara como algo que puede comprenderse y amarse, entonces podríamos permitirnos el lujo de esperar un tiempo hasta que nos purificáramos, sacudiéndonos la vergüenza de la corrupción del pasado, y hasta que el arte volviera a nacer entre la gente liberada del terror del esclavo y de la vergüenza del ladrón.

Mientras tanto, y en cualquier caso, debe pagarse bien el refinamiento, cuidado y concentración en el trabajo, pero sin que exista la imposición de trabajar muchas horas. Nuestra época ha inventado máquinas que habrían parecido sueños delirantes a los hombres de épocas pasadas y, sin embargo, puede afirmarse que de esas máquinas aún no nos hemos valido.

Se les llama máquinas «que ahorran trabajo»10, una expresión de uso común que implica lo que esperamos de ellas; pero no obtenemos lo que esperamos. Lo que en realidad hacen es reducir al trabajador cualificado a la categoría de no cualificado, aumentar el número de los que forman el «ejército de reserva de mano de obra», es decir, aumentar las condiciones precarias de vida entre los trabajadores e intensificar el trabajo de aquellos que sirven a las máquinas (como los esclavos a sus dueños). Todo esto lo hacen de pasada, mientras amontonan los beneficios de los empleadores11 de trabajo o mientras obligan a éstos a emprender una cruda guerra comercial entre sí. En una verdadera sociedad, esos milagros del ingenio humano se utilizarían por vez primera para minimizar la cantidad de trabajo que se gasta en las tareas desagradables, las cuales podrían por ese medio reducirse tanto como para poder convertirse en una ligerísima carga para cada individuo. Tanto más cuanto que esas máquinas, con toda seguridad, se perfeccionarían en grado sumo cuando ya no
se tratara de que el perfeccionamiento «rentara» al individuo, sino, más bien, de que se beneficiara la comunidad.

Hasta aquí lo que se refiere al uso ordinario de la maquinaria, el cual se restringiría probablemente después de un tiempo, cuando los hombres se dieran cuenta de que no había necesidad alguna de angustiarse por la subsistencia y aprendieran a encontrar un interés y un placer en el trabajo manual, el cual podría hacerse más atractivo que el trabajo mecánico si se realizase con cuidado y reflexión.

De nuevo, una vez que la gente, liberada del terror diario a morirse de hambre, descubriera lo que en realidad desea, no estando ya coaccionada por nada salvo sus propias necesidades, se negaría a producir las tremendas inanidades que ahora llamamos artículos de lujo, así como el veneno y la basura que llamamos ahora artículos baratos. Nadie confeccionaría pantalones de felpa cuando no existieran ya lacayos para llevarlos, ni perdería su tiempo nadie haciendo margarina cuando dejara de haber gente que se viera obligada a abstenerse de consumir auténtica mantequilla. Sólo se necesitan leyes contra la adulteración en una sociedad de ladrones —y en una sociedad tal éstas son letra muerta.

Con frecuencia se pregunta a los Socialistas cómo se podría realizar el trabajo del tipo más duro y repulsivo en el nuevo estado de cosas. Toda tentativa de contestar a estas preguntas de forma completa y autorizada significaría intentar algo imposible: construir un proyecto de una nueva sociedad a partir del material de la antigua antes de saber cuáles de esas condiciones materiales desaparecerían y cuáles resistirían el proceso de evolución que nos está conduciendo al gran cambio. Sin embargo, no es difícil concebir un arreglo de cosas en el cual aquellos que hicieran el trabajo más duro tendrían los turnos de trabajo más cortos. Y, de nuevo, lo que dije arriba sobre la variedad del trabajo se puede aplicar aquí de manera especial. Una vez más afirmo que el hecho de que un hombre esté toda su vida ocupado para su desesperación en la realización de una tarea repulsiva e interminable constituye un orden de cosas bastante apropiado para el infierno imaginado por los teólogos, pero seguramente
poco adecuado para cualquier otra forma de sociedad. Por último, si este trabajo más duro fuera de alguna clase especialmente necesaria, puede suponerse que se llamaría a voluntarios que lo hicieran, los cuales acudirían con seguridad, a menos que los hombres perdieran en un estado de libertad esa chispa de virilidad que poseían como esclavos.

Y, sin embargo, si hubiese algún trabajo que no pudiera hacerse de otra forma que repulsivo, ni siquiera por la brevedad de su duración o la intermitencia de su recurrencia, o por el sentido de una utilidad especial y peculiar (y, por tanto, honor) en la mente del hombre que lo realiza libremente —si hubiera algún trabajo que no pudiera ser sino un tormento para el trabajador—, ¿qué hacer entonces? Pues bien, en ese caso, esperemos a ver si los cielos se han de desplomar sobre nuestras cabezas por el hecho de dejar de hacerlo, pues sería lo mejor. El producto de un trabajo tal no puede valer el precio que hay que pagar por él.

Hemos visto, pues, que el dogma semiteológico de que todo trabajo, bajo cualquier circunstancia, es una bendición para el trabajador es hipócrita y falso; que, por otro lado, el trabajo es bueno cuando lo acompaña la esperanza justa de descansar y hallar placer en él. Hemos pesado el trabajo de la civilización en la balanza y hemos comprobado que deja mucho que desear, ya que la esperanza está completamente ausente de él y, por consiguiente, vemos cómo la civilización ha engendrado una espantosa maldición para los hombres. Pero también hemos visto que el trabajo del mundo podría llevarse a cabo con esperanza y con placer si no se malgastara debido a la estupidez y la tiranía, a la lucha perpetua entre clases opuestas.

Es paz, por tanto, lo que necesitamos para poder vivir y trabajar con esperanza y con placer. Una Paz siempre tan ansiada, si nos fiamos de las palabras de los hombres, pero que éstos han rechazado tan continua y firmemente con sus actos. Sin embargo, en lo que a nosotros se refiere, depositemos en ella nuestras esperanzas y alcancémosla a cualquier precio.

Cuál sea el precio que haya que pagar, ¿quién lo sabe? ¿Será posible alcanzar la paz de forma pacífica? Ay, ¿cómo ha de ser? Estamos tan rodeados por el mal y la estupidez que de una u otra forma siempre los estaremos combatiendo; puede que nuestras propias vidas no vean el final de la lucha ni, tal vez,tampoco la esperanza palpable del fin. Puede que lo mejor que podemos esperar ver sea que la lucha se vuelva más dura y cruel día a día hasta que, al fin, estalle abiertamente y se convierta en una matanza de hombres por medios bélicos reales, en lugar de por los otros métodos más lentos y crueles aplicados por el comercio «pacífico». Si vivimos para ver eso, viviremos para ver mucho; porque significará que las clases ricas se han vuelto conscientes de su propia inmoralidad y del robo en el que están involucradas, y que lo están defendiendo conscientemente mediante una violencia abierta; y entonces, el final estará cerca.

Pero, en cualquier caso, y cualquiera que pueda ser la naturaleza de nuestra lucha por la paz, sólo con que nos dirijamos a ella con firmeza e integridad de corazón y no la perdamos de vista, habremos conseguido que un reflejo de esa paz del futuro ilumine la confusión y las penas de nuestras vidas, sean esas penas insignificantes o abiertamente trágicas, y viviremos así, en nuestras esperanzas al menos, vidas de hombres; y tampoco pueden los tiempos que corren ofrecernos ninguna recompensa mayor que esa.

1 Expresión original: well-to-do, adjetivo habitual para referirse a la gente acomodada, a los ricos.—N. del T.

2 En inglés, utilities, término que significa servicio público y también utilidad.—N.del T.

3 La expresión que usa Morris es puffery of wares, que indica la idea de hinchar el valor de los productos, darles una publicidad deshonesta.—N. del T.

4 Expresión original: articles of folly and luxury. Morris emplea constantemente el término folly, que significa locura, desatino, disparate, para referirse a los aspectos irracionales y absurdos de la civilización moderna.—N. del T.

5 En versión original, cheapness, término que indica al mismo tiempo precio barato y baja calidad.—N. del T.

6 En inglés, manufacturer significa fabricante. N. del T.

7 En versión original: so that the «demand» which the capitalist «supplies». Morris juega con las palabras oferta y demanda.—N. del T.

8 El término inglés es profit: ganancia, lucro, beneficios.—N. del T.

9 En Morris, el término «ornamental» tiene un sentido nada frívolo. Se refiere no sólo a aquello que cumple una función decorativa, sino, en general, a todo lo que produce placer estético y alegra y dignifica la vida humana.—N. del T.

10 Expresión inglesa: labour-saving machines.—N. del T.

11 Traducción literal del término employer, usado en inglés para referirse al empresario.— N. del T.