domingo, 25 de enero de 2009

Rainer Maria Rilke (1)

Sobre el paisaje (1902)

Se sabe muy poco sobre la pintura de la Antigüedad; pero no será demasiado atrevido suponer que veía a los hombres como los pintores posteriores han visto el paisaje. …………………………………………………………………………………………………
El hombre, aunque ya duraba desde hacía milenios, todavía era demasiado nuevo para sí mismo, estaba demasiado encantado consigo mismo como para mirar más allá de sí o para apartar de sí la mirada. El paisaje era el camino por el que iba, la pista por la que corría, todos los sitios de juego y de danza sobre los que transcurría el día del griego; los valles en que se reunía el ejército, los puertos de los que zarpada hacia las aventuras y a los que volvía más viejo y lleno de inauditos recuerdos; los días de fiesta y las noches enjoyadas, rumorosas como platas, que seguían a aquellos; las ascensiones hacia los dioses y el movimiento en torno al altar: era el paisaje en que vivía. Pero los montes eran extraños, no vivían en ellos dioses con forma humana; y también sus estribaciones, en las que no se elevaba ninguna estatua visible desde lejos; las laderas que ningún pastor había encontrado, no eran dignas de una sola palabra. Todo era escenario y vacío mientras no apareciera el hombre y llenara la escena con la acción, serena o trágica, de su cuerpo. Todo le esperaba y, donde él llegaba, todo se retiraba y le hacía sitio.

El arte cristiano perdió esta relación con el cuerpo, sin acercarse por ello de verdad al paisaje; hombres y cosas eran como letras en él, y formaban largas y pintadas frases con un alfabeto de iníciales. Los hombres eran vestimentas, sólo en el infierno eran cuerpos; y al paisaje rara vez se le permitía ser la tierra. Casi siempre estaba obligado a significar, cuando era agradable, el cielo; y cuando suscitaban terror y era salvaje e inhóspito, servía como lugar para los proscritos y los perdidos para siempre. Ya se lo veía; porque los hombres se habían vuelto delgados y transparentes, pero estaban hechos de tal manera que sentían el paisaje como algo pequeño y efímero, como una hilera de tumbas cubiertas de maleza bajo las cuales estaba el infierno y sobre las que se abría el gran cielo como la realidad autentica, profunda, querida por todo lo que existe. Entonces, como sólo había tres lugares a la vez, tres residencias de las que se hablaba mucho: cielo, tierra e infierno, se había hecho urgentemente necesaria una determinación del emplazamiento, y se la debía considerar y representar; en los maestros italianos primitivos creció esta representación, más allá de su finalidad propia, hacía una mayor perfección; y no hay más que recordar las pinturas del cementerio de Pisa para sentir que la captación del paisaje se había hecho, ya entonces, algo autónomo. Cierto que se creía designar un sitio, y nada más, pero se hacía esto con tal pasión y entrega, se narraba con una elocuencia tan arrolladora y con tanto amor por las cosas que estaban situadas en la tierra, en esta tierra negada y objeto de sospechas por parte de los hombres, que aquella pintura nos resulta hoy un canto de alabanza a la tierra, al que los santos se unen. Y todas las cosas que se veían eran nuevas, de modo que esta contemplación estaba unida a un asombro incesante y una alegría por los innumerables hallazgos. Así resultó, por sí mismo, que se alababa, junto a la tierra, al cielo, y se la conocía porque existía anhelo de reconocerla. Porque la piedad honda es como una lluvia: vuelve a caer siempre de nuevo sobre la tierra de la que salió, y es bendición sobre los campos.

Se había sentido así, sin quererlo, el calor, la dicha y la magnificencia que pueden emanar de un prado, de un arroyo, de una ladera florida y de los árboles que se yerguen en grupos, cargados de frutos; de manera que, cuando se pintaban Madonnas, se las rodeaba con esta riqueza como con un manto, y se las coronaba con ella como con una corona, y se desplegaban paisajes como banderas, en su alabanza; porque no se les sabía preparar ninguna fiesta que fuera más rumorosa, no se conocía ninguna ofrenda que igualara a éstas: justamente llevarles toda la hermosura que se había encontrado y confundirlas con ella. Ya no se quería señalar con ello ningún sitio, ni siquiera el cielo; se entonaba el paisaje como canto a María, que resonaba en colores claros y nítidos.

Pero con esto había sucedido una gran evolución: se pintaba el paisaje y no se quería designar a este, sino a uno mismo; se había convertido en pretexto para el sentimiento humano. Imagen de una alegría humana, de sencillez y de piedad. Se había hecho arte. Y ya Leonardo lo asumió así. Los paisajes de sus cuadros son expresiones de su más hondo experimentar y saber, espejos azules en que se contemplan leyes misteriosas que meditan, lejanías grandes como porvenires e indescifrables como ellos. No es casualidad que Leonardo, que pintaba al principio a los hombres como experiencias, como destinos que él había atravesado en soledad, captara también el paisaje como un medio de expresión para una experiencia, una profundidad y una tristeza casi indecibles. A este hombre, que era anticipador de muchas cosas aun no sucedidas, le fue concedido usar todas las artes con infinita grandeza; hablaba en ellas, como en muchos idiomas, de su vida y de los avances y lejanías de la vida.

Todavía nadie ha pintado un paisaje que sea tan enteramente paisaje, y sin embargo sea confesión y voz personal, como aquella profundidad tras la Mona Lisa. Como si todo lo humano estuviera contenido en su figura infinitamente silenciosa; pero todo lo demás, todo lo que está ante el hombre y más allá de él, estuviera en esas misteriosas relaciones entre montes, árboles, puentes, cielos y aguas. Este paisaje no es imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles: es naturaleza que ha surgido, mundo que ha llegado a existir y que es tan extraño para los hombres como el bosque virgen de una isla aun no descubierta. Y mirar el paisaje como algo lejano y extraño, remoto y sin amor, que se cumple enteramente en sí mismo, era necesario, para que pudiera servir algún día como medio y ocasión para un arte autónomo; porque tenía que estar alejado y ser muy distinto de nosotros, para poder convertirse en imagen liberadora de nuestro destino. Tenía que ser casi hostil, en sublime indiferencia, para poder dar una nueva interpretación, con sus objetos, a nuestra existencia.

Y en este sentido avanzó la formación de aquel arte del paisaje que Leonardo da Vinci ya poseyó como precursor. Lentamente se fue formando, en manos de solitarios, a través de los siglos. El camino que había de recorrer era muy largo, porque era difícil desacostumbrarse hasta tal punto del mundo que no se le viera ya con los ojos predispuestos de la familiaridad, que lo relaciona todo con uno mismo y con sus necesidades, cuando miran. Es sabido lo mal que se ven las cosas entre las que se vive y que con frecuencia uno tiene que empezar por llegar desde lejos, para decirnos lo que nos rodea. Y había que apartar también las cosas de uno para hacerse después capaz de acercarse a ellas de la manera más equitativa y más serena, con menos familiaridad y con un distanciamiento respetuoso. Porque no se empezaba a conocer la naturaleza más que en el instante en que ya no se la comprendía; cuando se sintió que era lo otro, lo que no participa, lo que no tiene sentido que nos acepte; entonces es cuando se había salido de ella, solitarios, fuera de un mundo solitario.
Y había que hacer esto para ser artista en ella; no era legítimo ya experimentarla materialmente en la significación que poseyera para nosotros, sino objetivamente, como una gran realidad presente.

Así se había experimentado el al hombre en la época en que se le pintaba de gran tamaño, pero el hombre se había vuelto vacilante e inseguro, y su imagen fluía en transformaciones y apenas se podía ya captar. La naturaleza era más duradera y más grande, todo movimiento era más amplio en ella y todo reposo más simple y solitario. Había en los hombres un anhelo de hablar de sí con sus sublimes medios como de algo igualmente real, y así surgieron cuadros de paisajes en los que no pasa nada. Se pintaron mares vacíos, casas blancas en días de lluvia, caminos por los que no pasa nadie, y agua indeciblemente solitaria. Cada vez desaparecía más el patetismo, y cuanto mejor se entendía este lenguaje, con mayor simplicidad se usaba. Se sumergía uno en la gran calma de las cosas, se experimentaba cómo su existencia transcurría en leyes, sin espera y sin impaciencia. Y los animales iban y venían silenciosamente entre ellas, y las soportaban, igual que ellas al día y a la noche, y estaban llenos de leyes. Y cuando el hombre, más tarde, entró en ese ámbito, como pastor, como labrador o simplemente como una figura en la profundidad del cuadro, entonces se le cayó de encima toda presunción, y se le ve que quiere ser cosa.

En este desarrollo del arte del paisaje hacia un lento hacerse paisaje del mundo, hay una larga evolución humana. El contiendo de estos cuadros, que surgió tan involuntariamente de la contemplación y del trabajo, nos habla de que ha empezado un futuro en medio de nuestra época: que el hombre ya no es el ser sociable que anda en equilibrio con lo que le es semejante, y tampoco aquel por cuya causa anochece y amanece, y hay cercanía y lejanías. Que está puesto entre las cosas como una cosa, infinitamente solo, y que con toda su comunidad de hombres y cosas se ha retirado a la hondura común en la que beben las raíces de todo lo que crece.

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